París es una ciudad de ratas (y alguien las defiende)
Una psicoanalista lacaniana recauda 25.000 firmas para detener lo que considera un “genocidio” mientras el gobierno invierte más de un millón de euros en el exterminio
“Inofensivas y calumniadas. Ni sucias ni malas. Ni trampas ni venenos. Las ratas tienen el derecho de vivir sin ser cazadas”. Josette Benchetrit, una psicoanalista lacaniana que en los últimos meses se ha convertido en la activista por los derechos de los animales más popular de París, no tiene vergüenza de levantar públicamente una bandera por las ratas. En realidad, en este miércoles caluroso no es una bandera lo que levanta, sino una camiseta con una inscripción que ella misma ideó y que termina con una propuesta: “¡Anticoncepción!”.
Desde diciembre del año pasado, cuando el gobierno de la Ciudad de París lanzó una campaña especial de desratización, esta mujer de 70 años ha estado recolectando firmas para oponerse a lo que ella llama “un genocidio de ratas”. Ahora, el petitorio “Stoppez le génocide des rats” (“Detengan el genocidio de las ratas”), dirigido a la alcaldesa de la ciudad, Anne Hidalgo, tiene más de 25.000 firmas online.
“Los animales sufren porque la gente cree que esa es la norma. Pero el problema es: ¿qué es lo normal para una sociedad?”, me dice mientras tomamos un té en un sencillo restaurante chino. “Cuando uno es un niño, aprende que no está bien maltratar a los débiles. Pero con los animales hacemos todo lo contrario”.
El asunto comenzó para ella cuando leyó una noticia en el diario Le Parisien, donde se informaba acerca del exterminio de las ratas en el tradicional Jardin de la Tour Saint-Jacques, situado a una cuadra del río Sena y de la Ile de la Cité. Aunque el título del artículo era “Une menace sanitaire réelle” (“Una amenaza sanitaria real”), el texto decía que no había riesgo de enfermedad por las ratas. “Las mataron, en verdad, porque la gente no soportaba verlas, y un funcionario de la campaña lo admitía”, dice ahora Benchetrit. “Era y es un problema psicológico”.
Para ella fue imposible aceptarlo y pensó que hacía falta un petitorio. Buscó en Internet y como no lo encontró, decidió lanzarlo ella misma. Entendió que el Jardin de la Tour Saint-Jacques era como un gueto donde las ratas esperaban a ser eliminadas y por eso utilizó la palabra “genocidio”. En la primera semana, más de 15.000 personas la apoyaron.
Pero mientras su protesta crecía, las ratas morían. Pierre Falgayrac, un asesor del gobierno (y autor de los libros Des rats et des hommes y Le grand guide de lutte raisonnée contre les nuisibles urbains) dijo que en una primera etapa apenas se había podido eliminar al diez por ciento de las ratas y que había que continuar. Eso, según los cálculos de los animalistas, eran 400.000 ratas. La alcaldesa de París, Anne Hidalgo, inyectó más de un millón de euros para continuar con la tarea, sin recibir el petitorio de Josette Benchetrit.
Muchas veces, y a pesar de la cantidad de adherentes, el pedido por las ratas ni siquiera es tomado en serio. “Todas las personas que inician una lucha son ridiculizadas”, dice Benchetrit. “Luego de eso, la gente se detiene a pensar en el contenido de esa lucha. Es normal detestar a las ratas y cuando alguien las defiende, lo primero que se dice es que esta persona está loca”. Pero Benchetrit está orgullosa de defenderlas.
Las ciudades luchan contra las ratas y celebran conferencias mundiales desde hace más de cien años. La primera se llevó a cabo en 1897 en Venecia y el primer congreso fue celebrado en París en 1927. El año pasado, en junio, hubo otro, también aquí, bajo el nombre de “Estrategia de control de ratas en medio urbano”.
París es una de las dos o tres ciudades más importantes del mundo (quizás sólo aventajada, y no siempre, por Nueva York y por Londres), y es la Ciudad de las Luces. Sus calles han sido escenario de algunos de los episodios más importantes de la historia y la mayoría de los fundadores de la cultura occidental pasaron por aquí. Luego están los hombres anónimos: miles, llegados de todos los rincones del mundo. La variedad de las vestimentas y de los biotipos da una idea de lo grande que fue alguna vez el imperio francés. Finalmente, y por debajo de todo esto, están las ratas: 1,75 por cada habitante parisino; unas 3.800.000, de las cuales el 80 por ciento vive en las alcantarillas. Son famosas. Ratatouille, por ejemplo, es una película sobre una rata parisina.
“Lacan dice que no sabemos qué quiere el otro, y nosotros no sabemos qué quieren las ratas”, reflexiona en voz alta Benchetrit. “No saber genera angustia, y también el exceso de algo genera angustia. En este caso, el exceso de ratas. Cuando un animal está en vías de desaparición, hacemos todo para salvarlo: el último ejemplar de las ratas será como un dios. Pero hoy hay demasiadas”.
Nacida y criada en Oran, Argelia, Benchetrit llegó a Francia en 1968, justo antes de que se desatara la huelga estudiantil masiva que luego se expandiría por el mundo. Ella estaba viviendo en la casa de una tía en Estrasburgo y no en París –epicentro de las revueltas–, pero aún así descubrió en las palabras del filósofo alemán-estadounidense Herbert Marcuse una verdad que recuerda hasta hoy: la próxima revolución sería la de la liberación animal.
Para ella esa revolución no es la siguiente, sino la única. “Las otras no lo son”, dice. “Una revolución debe cambiar al hombre completamente y la única que puede cambiarlo de verdad es la de la liberación animal. Las demás son egoístas”. Por eso, Benchetrit decidió también hacer un segundo petitorio, luego del éxito del primero, y repudiar la presencia de Pedro Almodóvar como presidente del jurado en el Festival de Cannes. En Hable con ella, el director español había hecho una escena con una corrida de toros. Benchetrit volvió a juntar 25.000 firmas.
Pero aparte de las ideas y de las campañas, ella todavía se emociona cuando habla de sus compañeros Sarah, Guzzy y Gigi: una perra, un gato y una paloma. A la perra Sarah la encontró en Guadaloupe, una isla paradisíaca en las Antillas Francesas, “donde los animales son muy infelices”, dice. Sarah era una galgo negra, muy joven, y Benchetrit, que estaba en el último día de sus vacaciones y tenía que ir al aeropuerto, la recogió e intentó dejársela a alguien, pero no lo logró… así que terminó llevándosela a Francia. El gato, Guzzy, también estaba en la calle. Y la paloma, que se llamaba Gigi, apareció cuando un amigo telefoneó para decirle que tenía una paloma bebé para mí. En la noche anterior, ella había soñado que tenía que salvar un ave. “Juro que es cierto”, dice. Los cuatro (Benchetrit incluida) anduvieron juntos y felices durante mucho tiempo, como en el cuento “Animales hasta en la sopa”, de Charles Bukowski. Luego el cuento se acabó.
Ahora Josette Benchetrit vive con cinco gatos en un suburbio al sur de París y a su casa, naturalmente, no se acerca ni una rata.