Paradojas del intelectual peronista
Satisfacer la voluntad del líder y las necesidades del movimiento no deja mucho espacio de mediación para los cuestionamientos. Por eso, son pocos los hombres de ideas dentro del peronismo que se atreven a manifestar su desacuerdo con las políticas del líder de turno
La figura del intelectual ganó una importancia decisiva en la modernidad. Las principales fuerzas políticas de nuestra época fueron inspiradas por intelectuales. Locke fue un impulsor fundamental del liberalismo, no menos que Marx del socialismo y Burke del conservadurismo. En contraste con lo anterior, existe una corriente política anómala en la que los intelectuales son meros coadyuvantes de la acción. Es el caso de los movimientos fascistas europeos de la primera mitad del siglo XX y de los populismos latinoamericanos que surgieron a partir de la segunda mitad de ese siglo.
Por cierto, hubo intelectuales de renombre que apoyaron a Hitler y Mussolini, que no fueron pocos, pero su influencia, salvo excepciones, fue insignificante. Ellos apoyaban públicamente al movimiento y a su líder, pero no contribuían en la definición de líneas políticas estratégicas. Ni podían: los movimientos no demandan ideas de valor universal sino impulsos concretos para su propio accionar.
Ya en el siglo XIX, Lorenz von Stein (1815-1890) pensó a los movimientos en contraposición dialéctica a la noción de Estado. Según el autor, mientras el Estado es un elemento estático, el movimiento es supuestamente la expresión de las fuerzas dinámicas de la sociedad. El movimiento antagoniza con el Estado aun cuando su líder sea gobierno, lo cual explica por qué éste tiende a reformar la Constitución para aumentar su poder. El líder –conductor, caudillo, führer, duce, etcétera– usa su carisma para personificar y unificar al movimiento. Para sobrevivir, el movimiento precisa vencer batallas y derrotar enemigos, y el líder es quien sabe realizar esas tareas de acuerdo con las circunstancias y posibilidades históricas. No importa que las oportunidades vayan de la derecha para la izquierda o viceversa, las ideas son traídas al campo político sólo para facilitar y justificar la dinámica del movimiento, lo cual implica, lógicamente, una inferiorización del papel de los intelectuales.
El fascismo renació travestido como populismo en gran parte de los países de América latina. Antes de la Segunda Guerra había una creciente hegemonía de las ideas de derecha. La derrota del Eje fue dejando progresivamente ese espacio a las ideas de izquierda. Fue así que en el inicio del siglo XXI surgieron en contexto democrático los regímenes de Chávez, en Venezuela; Correa, en Ecuador; Ortega, en Nicaragua; Morales, en Bolivia, y los Kirchner, en la Argentina. La dinámica de sus líderes y movimientos los aproxima a las experiencias fascistas, pero su signo ideológico es de izquierda. Son regímenes populistas autoritarios que persiguen las libertades públicas, pero por haber surgido en un contexto democrático tuvieron que adaptarse a las circunstancias y moderar sus apetitos. Si no fuera por eso, ahí están los elogios al despotismo castrista para demostrar realmente cuál es la verdadera preferencia de sus dirigentes.
El peronismo es el eslabón perdido de una particular evolución política subterránea de las masas en el siglo XX. Su historia ejemplifica impecablemente la continuidad existente entre el movimientismo de derecha (fascista) y el movimientismo de izquierda (populista). Los analistas tienden a no hacer esta aproximación porque se dejan engañar por el barniz democrático de los actuales populismos. Pero aun siendo regímenes surgidos de elecciones legítimas, no por eso son políticamente menos perversos. Estos movimientos dividen los países en bandos antagónicos a costa del Estado de Derecho, postergando por décadas valiosas una construcción sustentable del Estado, la democracia y la economía.
¿Qué papel les cupo a los intelectuales en el fascismo y les cabe en el populismo? Un papel trágico, por cierto. Esas experiencias atraen y fascinan a los intelectuales; muchos de ellos se encantaron con los líderes del fascismo y hacen lo mismo ahora con los del populismo, pero su influencia real en la política continúa siendo prácticamente nula. Entre la voluntad del líder y las necesidades del movimiento no existe ningún espacio de mediación para las tradicionales preocupaciones intelectuales con la verdad. Es más: la dinámica movimientista es portadora natural de un sentimiento antiintelectual. No por nada Ignacio B. Anzoátegui (1905-1978), un intelectual que se asumió públicamente como nazi, falangista y peronista, acuñó una frase célebre: "Basta ya de mariconerías ilustradas".
No puede extrañar, entonces, que cuando los antagonismos llegan al interior del peronismo ellos se resuelvan muchas veces a los tiros. Dadas la prolongada y variada historia política e ideológica del peronismo y la ausencia de una tradición intelectual coherente, los diversos grupos del movimiento están imposibilitados de una elaboración más o menos racional de su identidad que les permita evitar la violencia para descubrir quién es más peronista que el otro. El peronismo es un magma que contiene numerosos grupos con intereses diversos, pero igualmente peronistas. Todos luchan por el poder y, aunque busquen cosas diferentes, lo hacen en nombre de la misma identidad. Se matan precisamente por eso: si asumiesen que tienen identidades diferentes se separarían en relativa paz, tal como ocurre habitualmente en los campos de la vida pública y privada.
El intelectual peronista se siente realizado elogiando la relación del líder con las masas, denigrando a la oposición y pidiendo la reforma de la Constitución para garantizar la continuidad del líder y el proyecto en curso. Su destino trágico se verifica en la extraña ceguera para con la realidad, fruto de la soledad ontológica de la función intelectual dentro del movimiento. Al mismo tiempo que puede construir complejas teorías discursivas para justificar el populismo, no consigue observar cosas obvias. Como, por ejemplo, que en su larga vida el peronismo intentó implantar proyectos radicalmente diferentes entre sí que sólo tenían un punto en común: la reforma de la Constitución para la reelección del líder. Fue así con Perón en 1949, con Menem en 1995 y lo mismo quiere hacer ahora Cristina K. Desde una óptica republicana puede argumentarse a favor de los primeros gobiernos de Perón, de Menem y de los Kirchner, rescatando su importancia para la búsqueda de nuevas alternativas de gobernabilidad y de políticas públicas. Pero éste no es el caso de sus segundos gobiernos, que pusieron más en evidencia los apetitos de poder personales antes que las ventajas de sus proyectos políticos. El segundo gobierno de Perón, de 1952, acentuó sus componentes fascistas en vez de atenuarlos, y el segundo mandato de Menem aumentó la corrupción de su modelo neoliberal. El actual segundo mandato de Cristina Kirchner está radicalizando cada vez más su herencia ideológica generacional de una izquierda estatista y autoritaria que anuncia nuevos ciclos de angustia para el país.
La ceguera de los intelectuales peronistas cercanos al oficialismo no les permite siquiera ver una simple manifestación de voluntad ciudadana en defensa de derechos individuales como la del 8-N. Ellos no ven ciudadanos con ideas diferentes sino amenazas al movimiento y a su líder por parte de golpistas y gorilas semejantes a los del drama peronista de los años 50. Pasan por encima así, olímpicamente, los episodios de los años 70, que son los menos resueltos por la memoria argentina. Con relación a esos años, la ceguera parece ser de 360 grados: tanto no consiguen ver la violencia terrorista de la guerrilla peronista contra el Estado, durante los gobiernos democráticos habidos de 1973 a 1976, como la violencia entre peronistas en el mismo período.
La excepción que confirma la regla de la ceguera trágica de este grupo de intelectuales está dada por aquellos pocos que consiguen escapar de los laberintos existenciales del poder, declarando su desacuerdo con las políticas del líder peronista de turno. Con ellos es posible buscar acuerdos y pensar la realidad. Su miopía no es diferente, ni en género o grado, a la del resto de los intelectuales de otras corrientes.
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