Para terminar con la anomia
Si sólo tuviéramos una palabra para designar el mal que ha cruzado la Argentina, para identificar el peor rasgo de nuestra identidad o para señalar la principal causa de la degradación de la nación, ella sería la violencia , escribí en agosto de 2002 (Hacia un nuevo contrato moral, Editorial Norma, 2004). Hoy, doce años después, no sólo sigo pensando lo mismo, sino que estoy convencida de que esa violencia se ha profundizado hasta la anomia. Violencia anómica es l o que estamos viviendo hoy . Doce años después, nos hemos convertido en una sociedad en la que reina la anomia, entendida ésta como la ruptura de las normas sociales. Eso es lo que ocurre cuando, frente a alguien que roba, veinte personas golpean al sospechoso hasta matarlo o cuando frente al delito se responde con delitos peores sin ninguna intervención del Estado.
No se puede responder a la violencia con más violencia. No nos puede ganar la ira. No nos puede gobernar el odio. Eterno retorno donde hoy la víctima se convierte en victimario para mañana volver a ser víctima.
La prohibición del asesinato funda la no violencia y es el principio fundamental del humanismo, como plantea Albert Camus en El hombre rebelde. No matar, no mentir y no usar al otro. No hay otra forma de fundar la libertad que en la ley y en la prohibición. No sólo es la base de la convivencia social y el preludio de la Constitución, es la única posibilidad de ser plenamente humanos y de no caer en el oportunismo político degradante de aquellos que usan el dolor de un pueblo para su campaña electoral. Es inmoral hacer política con la desgracia de la sociedad.
¿A dónde hemos llegado como sociedad para que esas golpizas masivas contra una persona se hayan vuelto costumbre? ¿Qué se ha hecho en los últimos doce años para terminar con la violencia? La respuesta es contundente: nada. Por el contrario, en todos estos años desde la cumbre del poder se incentivó la violencia. Y cuando desde los cargos más altos del Estado se promueve la prepotencia y la construcción de un país partido entre amigos y enemigos, no puede haber otro final que el que vemos sin sorpresa, pero azorados.
Vivimos toda esta época del kirchnerismo escuchando anécdotas graciosas de un secretario de Estado que atendía con un revólver arriba del escritorio o que llegó a ir a una reunión con guantes de boxeo. Durante años frente a las protestas ciudadanas, desde la Casa Rosada se convocó a contramarchas "para disputar la calle", y así se convirtió en costumbre ver a Luis D'Elía tirar trompadas e insultos contra cualquiera. Así llegamos a tener un Estado que para lo único que parece servir es para crear propaganda en los entretiempos de los partidos de fútbol y para ser copado por una burocracia pejotista que tiene como objetivo su propio ascenso económico en la burbuja de Puerto Madero.
El ciclo kirchnerista ya está terminando. Estamos entrando en los últimos 18 meses de un largo período de doce años que dejarán a la nación una enorme deuda: el exponencial crecimiento del narcotráfico, una amplia brecha entre ricos y pobres, el odio al que piensa diferente, pymes quebradas por la inflación y la presión impositiva, y una sociedad quebrada. Todo esto ha profundizado la violencia. Y ha dejado la sensación de que para amplios sectores de la sociedad la vida no vale nada.
Hoy, como hace doce años, sigo proponiendo que digamos basta a la violencia, que dejemos atrás la anomia y que como sociedad podamos acordar un nuevo contrato moral donde no mentir, no robar y no votar contra los pobres sea el sustrato sobre el que fundemos una segunda República con justicia, decencia e igualdad.
La autora es diputada nacional. Su último libro es Humanismo y libertad
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