Para sacar al país de la barbarie
Aunque ya está siendo desplazada del centro de la agenda por otros temas, la cuestión de los linchamientos y la agresión a delincuentes merece un poco más de atención. Como los saqueos, que conmovieron al país a fin de año, estas formas de violencia provocaron intensas polémicas, que atravesaron a la sociedad y pusieron en cuestión los fundamentos mismos de la convivencia . Se vio y escuchó de todo. Desde opiniones extremadamente agresivas, protegidas por el anonimato de los foros y las redes sociales, hasta intercambios lúcidos donde se buscó entender el origen y las razones de la furia social.
En términos generales, la disputa por los linchamientos dividió a la sociedad en dos grupos bien diferenciados: los que consideran que, en ciertas circunstancias, se justifica emplear la violencia popular contra los delincuentes y los que creen que esa actitud es siempre injustificable, con independencia del contexto. Los que avalaron los linchamientos recurrieron a una explicación simple, alimentada por cierta demagogia política y mediática: se trata de expresiones de hartazgo y autodefensa por la ausencia del Estado. La justificación, en muchos casos, abrió la puerta a la aprobación y al auspicio de la violencia directa: no sólo está bien agredir y matar delincuentes por mano propia, sino que hay que adoptarlo como método.
Los que aceptaron los linchamientos esgrimieron prejuicios contra aquellos que los rechazan: a ustedes nunca les pasó nada, cuando sufran la delincuencia van a pensar como nosotros. Esa opinión se reforzó con otra del mismo cuño: los que repudian los linchamientos jamás bajaron a la calle, si lo hicieran cambiarían de parecer, entenderían por qué se lincha. Las razones de un pastor protestante para perdonar a los asesinos de su hijo y el dolor del Papa por las letales patadas al adolescente rosarino tampoco convencieron a los simpatizantes de la violencia popular. Se habló en los foros de Papa populista, insensible a las víctimas del delito; de pastor loco o cobarde, de la religión como opio, de ponerles balas a los delincuentes, de "limpiarlos" antes que perdonarlos.
La importancia de este debate acaso se deba a que gira en torno a un tema crucial para la convivencia: cuál es el papel de las instituciones y de las normas jurídicas en el ordenamiento social. En breve, se trata de examinar la validez de los convenios constitutivos de la modernidad política, aquellos que posibilitan la transición del estado de naturaleza a la sociedad civil, tal como lo expuso originalmente Thomas Hobbes. Para éste, el contrato implica ceder la razón privada de cada grupo, su propio juicio acerca de lo que está bien y de lo que está mal, a una autoridad mayor, legitimada por el consenso. Es el argumento liminar del Estado moderno, basado en la creencia en la razón, esa heredera de la fe religiosa.
Aunque estableció el marco para conducirla, la violencia social y política rebasó largamente el ideal contractualista. Entre otros, Freud y Weber lo consignaron con realismo, anticipándose a la ansiedad posmoderna. El motivo es que los individuos y los grupos no acatan fácilmente la autoridad. En otras palabras: no terminan de ceder sus razones y sus pulsiones privadas a las instituciones que regulan la coexistencia y la organización política. Para Freud, como es sabido, la cultura se construye sobre la renuncia a la agresividad natural de las pulsiones. Para Weber, el Estado expropia la violencia social y se la atribuye en forma exclusiva. Delegar la agresividad en una autoridad externa implica sublimarla. Sin embargo, el resultado es ambivalente y potencialmente trágico: la agresividad, la neurosis, la acción directa, la angustia, la guerra, son heridas que la modernidad nunca pudo suturar.
La sociedad y el Estado contemporáneos hacen lo que pueden para conjurar ese destino. La experiencia muestra que las naciones que mejor resuelven el problema de la violencia cumplen, entre otros, tres requisitos clave: poseen tradición de consenso político, registran bajos índices de desigualdad y tienen altos estándares de calidad educativa. Así, acuerdo, igualdad social y educación constituyen los pilares de la paz social. Con ese respaldo, la violencia directa en manos privadas queda excluida del horizonte de posibilidades. A nadie se le ocurre destrozar a patadas la cabeza de un jovencito sorprendido robando, se lo entrega a la policía. Predominan los ciudadanos, no las hordas.
Tal vez el debate sobre los linchamientos sacó a relucir lo mejor y lo peor de la sociedad argentina, poniéndolos en pugna. Su conciencia democrática o su pulsión fascista, su hipocresía ideológica o su compromiso con los valores. Y colocó sobre la mesa una cuestión crucial, sabida: cuando por razones políticas o funcionales falla la autoridad estatal, la desorganización y la anomia dominan a la sociedad.
Con estos antecedentes, no se puede justificar la violencia social, el crimen popular. Hacerlo no es reivindicar la justicia, sino retrotraernos a la ley de la selva, rompiendo un tabú cultural. Si nos atenemos a las evidencias, el camino es otro: procurar el consenso, la igualdad y la educación para sacar al país de la barbarie.
© LA NACION
lanacionar