Para repensar el consenso punitivista
La función científica de la sociología, solía decir el intelectual francés Pierre Bourdieu, es entender el mundo social, comenzando por las estructuras de poder. Lo que vemos y lo que no vemos del mundo social, lo que creemos y no creemos sobre él, lo que decimos y no decimos sobre su funcionamiento, es todo parte de una pelea política, y la sociología es - lo quieran o no los sociólogos y las sociólogas- parte de esa lucha de poder. Patrick Champagne, uno de los colaboradores de Bourdieu en su monumental libro, La miseria del mundo, definía a esta obra como "concebida para ayudar a la sociología a lograr una amplia entrada en el debate político contemporáneo, el objetivo ambicioso de este trabajo es contribuir a una democratización de los descubrimientos de la sociología lo más grande posible, así todos y todas se pueden defender contra la violencia simbólica que está en el corazón de los procesos de dominación social".
Desde que, hace ya más de tres años, comencé mi investigación sobre las relaciones clandestinas que existen entre fuerzas policiales y traficantes de drogas -investigación que me llevó a entrevistar a muchos vecinos de un barrio marginado del conurbano bonaerense y a analizar cientos de páginas de causas judiciales que involucran a agentes de las fuerzas de seguridad y narcotraficantes- muchas veces me pregunté sobre el rol que teníamos, podíamos, o queríamos cumplir los sociólogos.
La investigación, que será publicada el año próximo con el título The Ambivalent State (El Estado ambivalente), analiza la circulación de información y de recursos materiales que existe entre miembros de las fuerzas de seguridad y traficantes de droga, y el impacto que estas relaciones tienen en la violencia cotidiana que sufren quienes habitan en zonas marginadas.
Durante el transcurso de la investigación notamos el fuerte resurgimiento de una suerte de "consenso punitivo", una serie de ideas sobre los supuestos orígenes de la delincuencia y sobre la necesidad de ser "duros contra el crimen". Un ejemplo de este acuerdo: durante las últimas elecciones presidenciales del país, los candidatos de las tres principales fuerzas políticas suscribieron a alguna versión de la llamada "tolerancia cero", desde un aumento de las penas hasta la baja en la edad de imputabilidad. Este emergente consenso punitivo en el campo político influye (y es influenciado por) la llamada "opinión pública" sobre el tema. Una reciente encuesta llevada a cabo conjuntamente por las consultoras Taquion y Trespuntozero nos dice que el 53% de los encuestados cree que la solución al problema de la inseguridad (problema que ocupa el segundo lugar, luego de la inflación, como la mayor preocupación que aqueja a los argentinos) es "más apoyo a la policía y penas más duras contra los delincuentes". Esta opinión encuentra más apoyo en lo más bajo de la estructura social: al 59,4% de los encuestados, con educación primaria, le gustaría ver más apoyo a las fuerzas del orden y condenas más severas, mientras que, entre quienes tienen educación universitaria, los que prefieren esa opción representan el 42%.
Así como con el sentido común dominante sobre otros temas (pensemos en el aborto en la Argentina, o las políticas de acción afirmativa en Estados Unidos, o las políticas de restricción a la migración en Francia o Alemania), fabricar una cierta opinión mayoritaria sobre las "causas" del crimen (y la manera "razonable" y "obvia" de combatirlo) lleva años y muchas y muy fuertes intervenciones simbólicas (y no poca disputa discursiva). Por estos días, se "da por descontado" (y quien lo cuestione ocupa el lugar de un ser irracional) que el origen de la criminalidad actual yace en la falta de dureza en las penas; la "obvia" manera de atacar el crimen es fortalecer a las fuerzas de seguridad (más polícias, más recursos, más "cuidado a quienes nos cuidan", como dijo recientemente la ministra de Seguridad).
Sin embargo, así como existe un consenso punitivo en la Argentina y en otras partes de América Latina, también existe un disenso sociológico. La enorme mayoría de estudios sobre criminalidad y encarcelamiento han cuestionado la efectividad (y los principios éticos) de las políticas de tolerancia cero. En el caso argentino, a estas bien examinadas salvedades se le suma un problema que nuestra investigación resalta como obvio: lo que no dicen los actores políticos dominantes que piden "mano dura" y más poder para la policía es que gran parte de esta policía ejecuta rutinariamente actos ilegales, protege a ciertos grupos criminales, se autogobierna hace más de una década y, parte de ella, está fuera de todo control democrático. Expandir su poder significará la multiplicación de las relaciones de complicidad con el crimen.
Una sociología que escudriñe rigurosa y sistemáticamente esas relaciones de colusión entre actores aparentemente encontrados, que visibilice los lazos clandestinos que vinculan a las fuerzas de seguridad y a los grupos criminales, quizás pueda contribuir a desarmar el sentido común (punitivo) dominante. Dada la fortaleza de los actores que a diario fomentan ese conjunto de ideas, luchar contra ese sentido común no es tarea fácil. Pero es sin duda parte de la responsabilidad ciudadana de una sociología verdaderamente pública.
Sociólogo