¿Para qué reformar la Constitución?
Cuando América latina recuperaba la democracia, durante la "tercera ola" de los años 80 del siglo pasado, ninguna Constitución de esta región contemplaba la reelección presidencial.
Por el contrario, era consustancial a la forma republicana de gobierno el principio de limitación del poder que el presidencialismo latinoamericano interpretaba como acotamiento del mandato presidencial. Entre nosotros, Juan Bautista Alberdi había recomendado darle todo el poder posible al presidente, pero a través de una Constitución. Esa fórmula no hacía más que reconocer la realidad de una América del Sur en donde había prevalecido la "dominación carismática" de virreyes y caudillos, limitándola para que la tiranía de la ley prevaleciera sobre la tiranía de los hombres.
En años más recientes, la reelección presidencial fue la gran protagonista de las reformas constitucionales en el continente, incluyendo la nuestra de 1994, que en ese punto tomó como modelo la Constitución de Estados Unidos, admitiendo la posibilidad de reelección de un solo mandato. El resultado conocido de esa mala experiencia regional se reflejaría en las llamadas "crisis del segundo mandato".
Se argumentó que se morigeraba el "hiperpresidencialismo hegemónico", pero en realidad sucedió todo lo contrario y, una vez más, como tantas veces en la historia, el Poder Ejecutivo emergería fortalecido frente a los otros poderes, especialmente frente a crisis como la de 2001-2002, cuando asoma, como telón de fondo, el fantasma de la anarquía.
En nuestros días aparece en escena la reelección indefinida como figura inspirada en la "presidencia perpetua" de Simón Bolívar, quien fue un gran guerrero y un gran libertador, pero un mal gobernante. A pesar de eso, no faltan los teóricos de convicción decisionista, dispuestos a justificar la permanencia de un líder cuando su figura se identifica con un proceso de transformación popular y revolucionario. La historia de la humanidad registra muy graves experiencias de ese tipo.
El autodenominado "nuevo constitucionalismo" o "constitucionalismo popular" es otra manifestación de un populismo creciente, bien dispuesto a descalificar a los defensores del derecho constitucional como una legión de formalistas influenciados por prejuicios burgueses. No es más que una falacia que pretende denominar con un nombre prestigioso algo totalmente distinto, y hasta contradictorio.
Para llamar a las cosas por su nombre, basta recordar el artículo XVI de la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano: un Estado en el que la división de poderes no se encuentra asegurada y las libertades individuales garantizadas, no tiene Constitución.
El constitucionalismo es, al fin y al cabo, el resultado de siglos de lucha contra el despotismo y su contenido esencial es la limitación racional del poder como garantía de la libertad. Es uno de los progresos más importantes de la civilización occidental y del ámbito reglado donde sólo la verdadera democracia es posible.
En esta parte del mundo, el peligro no está en el gobierno de las leyes, sino en la peligrosa combinación entre populismo y reelección indefinida; el resultado no es otro que la exacerbación del hiperpresidencialismo.
Resulta inquietante que días atrás se hablara de reforma constitucional durante un acto político realizado en un salón de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Si bien la universidad pública es por tradición respetuosa de todas las expresiones, no hace más que contribuir a la confusión que en lugar de elegirse para ese acto una plaza pública se eligieran los claustros universitarios, que albergaban a un auditorio sin intercambio de opiniones en el que no abundaban los estudiantes ni los profesores.
El debate propuesto es la tan remanida opción entre presidencialismo y parlamentarismo, pregonadas las supuestas ventajas de este último por un prestigioso profesor de derecho penal, aun cuando todas las experiencias para implantarlo hayan fracasado.
Sería injusto adjudicar alguna iniciativa oficial al intento reformista y hasta el señor presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación se expresó sobre su inconveniencia. Sin embargo, desde la Edad Media se sabe que en los contornos del poder siempre hay quienes son mas "papistas" que el propio Papa.
Cuando días atrás el gobernador de la provincia de Buenos Aires expresó con claridad su aspiración presidencialista, limitó esa opción a que la Presidenta no impulsara una reforma constitucional. El fundamento de una modificación de la ley suprema no sería el parlamentarismo, sino la reelección. La discusión sobre la forma de gobierno es solamente "el pabellón que esconde la mercancía".
Las transformaciones en el derecho son constantes, como lo demuestran las trascendentes iniciativas para reformar el Código Civil y el Código Penal; sin embargo, la Constitución es una norma de otra naturaleza; debe ser perdurable y servir de punto de referencia a las generaciones y a los tiempos.
Muchas de las reformas introducidas en 1994 recién están comenzando a tener desarrollo en la legislación, la doctrina y la jurisprudencia. Hay importantes temas que aún aguardan ser instrumentados, entre los que se encuentra la coparticipación impositiva enmarcada en un federalismo fiscal superador del colapso financiero en que se encuentran hundidas muchas provincias. Otra cuestión no menor se encuentra en el sistema de partidos políticos, que la Constitución define como "instituciones fundamentales del sistema democrático" y que deben fortalecerse como canales de expresión de un modelo representativo y también participativo. Es una ingenuidad abrir un debate sobre la forma de gobierno sin considerar el sistema electoral y el sistema de partidos.
Este año se cumple el centenario de la ley Sáenz Peña. No se trató estrictamente de una reforma constitucional, pero inauguró una importantísima transformación en la base de nuestro sistema democrático, colocándonos a la vanguardia de América latina al impulsar el sufragio secreto y universal, el padrón electoral y la representación política de la oposición.
Si no hay democracia sin demócratas ni república sin republicanos, tampoco habrá plena participación política sin partidos fortalecidos que sean representantes genuinos de una sociedad pluralista. Para tan trascendente objetivo tampoco es necesario reformar la Constitución.
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