Para la universidad, la cultura no debe ser un adorno
En el planeta del Principito que, como se sabe, era apenas más grande que él, los "baobabs" debían ser arrancados a tiempo, en cuanto se distinguían de los rosales, para evitar que perforaran todo a su alrededor. De variedad muy diferente es el árbol aludido en una bella reflexión de Bruno Walter que hace tiempo escuché citar a un queridísimo amigo. Dice así: "Alguien que no es más que músico, es medio músico. La idea de crecer, el esfuerzo por desarrollarse, debe abrazar la totalidad del hombre interior y no sólo a sus dones musicales; la copa del árbol de su vida, la musicalidad, se extenderá y crecerá en la proporción en que hunda sus raíces, firme y ampliamente, en la tierra de la humanidad universal."
En efecto, la perspectiva de quien reduce el mundo a la porción del saber que cultiva, a su profesión o a sus aspiraciones y gustos personales, contrasta claramente con la de quien comprende que todo ello, lejos de confundirse con el mundo, constituye más bien la senda a través de la cual salimos al encuentro de ese terreno común pero infinitamente más vasto que es nuestra humanidad compartida.
La formación universitaria reviste características similares a las que menciona Bruno Walter: nos radica y expande a la vez puesto que en ella, en un período de la vida signado por nuestras prisas, conviven la permanencia y la trascendencia. Dicho de otra manera, si la universidad arraiga en una tradición milenaria, sus raíces, lejos de perforar nuestro planeta, ensanchan sus fronteras hasta donde nuestra propia creatividad y el auxilio de una rica herencia de interpretaciones nos lo permitan.
Me refiero, ciertamente, a una formación que no considere a la cultura como mero adorno de la capacitación profesional y para la cual la adquisición de hábitos mentales cuente más que la pura información o la recepción pasiva de contenidos curriculares. Porque, como se ha dicho bien, la universidad fue creada para educar personas y no solamente para aprender los gajes de un oficio o atender demandas circunstanciales, como si se tratara de "un velero -en la expresión de Michael Oakeshott- que se puede maniobrar para captar hasta la más pasajera de las brisas".
Permítaseme reproducir unas palabras de este pensador inglés: "El regalo característico de la universidad es que brinda un intervalo. Aquí está la oportunidad de dejar de lado las alianzas apresuradas de la juventud, sin tener que reemplazarlas por nuevas lealtades. Aquí se da un receso en el curso tiránico de los sucesos irreparables; un período en el que es posible observar el mundo alrededor y observarse a uno mismo, sin tener la sensación de tener a un enemigo detrás ni la presión insistente de tener que tomar decisiones; un momento en el que se puede saborear el misterio sin tener que buscar una solución inmediata (...) Este intervalo no es de ninguna manera algo tan banal como una pausa para tomar aire (...) no se trata del cese de una actividad, sino de la oportunidad de realizar un tipo de actividad único."
Oakeshott insistía en ver a la universidad (y, en general, a la educación, incluida la inicial y la media) como un "espacio de aprendizaje" donde alumnos y profesores, en activa relación, dedican su tiempo a la búsqueda del conocimiento, del que la universidad es depositaria, creadora y transmisora. Un espacio donde iniciamos una aventura intelectual que, concebida como "tarea autoimpuesta", nos lleva a adentrarnos en aguas inexploradas en una suerte de travesía de final abierto que supone asimismo un proceso de emancipación. Un espacio donde nos hacemos las preguntas fundamentales, subyacentes a cualquier disciplina, y donde la información es vista como un componente del conocimiento que vale la pena adquirir cuando está dirigida al discernimiento y la reflexión personal. Un espacio, en suma, donde las virtudes intelectuales no deberían verse expuestas a criterios de maximización económica y donde aprendemos a ganarnos el pan pero también a soñar con una vida más significativa. A este fin, como escribe Timothy Fuller con referencia a Oakeshott, el profesor parece un compañero de viaje: "el agente de un flujo de simpatía, no el emisor de una verdad".
Esta visión de la universidad que propone Oakeshott no rechaza la especialización en nombre de una vaga o difusa noción de cultura. Antes bien, admite que cada rama del conocimiento implica una manera particular de pensar, un "universo de discurso" determinado que, si no puede fácilmente integrarse con otros, puede en cambio abrirse a ellos invitándolos a dialogar. De ahí que la universidad fuera también para Oakeshott un espacio de "conversación" cuyo significado, como ocurre con los juegos de azar, "no reside en ganar ni es perder, sino en apostar" y que resulta imposible de concebir a falta de una diversidad de voces que, sin necesidad de asimilarse ni aspirar a que ello ocurra, se encuentran, se reconocen entre sí y disfrutan de su relación.
Contra esta visión de la universidad conspiran hoy varios factores. El avance de lo que en el mundo anglosajón se ha dado en llamar multiversity ("multiversidad"), es decir, una universidad que ha dejado de ser "una" para dispersarse en innumerables metas y programas sin distinguir sus funciones primordiales de las secundarias; el cambio de enfoque que en lugar de estar puesto (como reclama Stefan Collini en su revelador libro What Universities are for...) en lo que la universidad puede ofrecer a la sociedad, se empeña en responder a sus requerimientos; el uso de la universidad para fines políticos u otros propósitos que conspiran contra la enseñanza y la investigación; el descuido de la libertad académica; el avance de la burocracia y de ciertos criterios empresariales que menoscaban los estándares académicos y los ideales de excelencia... Son tendencias, entre otras, que están a la vista de todos pero que algunos deseamos que puedan gradualmente revertirse.
Profesor de Teoría Política