Para el kirchnerismo, la democracia es “de derecha”
Aquella vieja y fecunda amistad entre dos lúcidos pensadores cayó en una brusca crisis terminal cuando uno de ellos denunció los campos de concentración y el despotismo que reinaban en la Unión Soviética, y el otro le replicó: “No tienes derecho a criticar al movimiento comunista porque estás fuera de él. Tienes que simpatizar con él para tener derecho a corregirlo”. La relación entre los dos filósofos quizá más relevantes de Francia –Sartre y Aron– se quebró entonces como una rama seca. Jean-Paul Sartre, después de negarlo muchas veces, ya reconocía las diversas atrocidades de ese sistema totalitario, pero no toleraba que Raymond Aron cuestionara de raíz el modelo que las engendraba. El kirchnerismo adopta idéntica hipocresía cuando, consciente de los crímenes de lesa humanidad del chavismo, lo defiende y lo protege, y desautoriza las críticas de quienes lo desenmascaran con cuantiosas evidencias: hay que ser nacionalista para fustigar al nacionalismo. Muchos años después, dos periodistas que se reconocían como miembros de la progresista generación del Mayo francés deciden entrevistar largamente a Raymond Aron; fue en 1982 y ya el autor de El opio de los intelectuales se había convertido en una figura inevitable y en un duro objetor de toda aquella élite ilustrada. Ese acercamiento, que derivó en otro libro antológico –El observador comprometido– tenía mucho de curiosidad: Aron era considerado en las universidades y en algunos medios como un hombre “inteligente, pero de derecha” (sic). No le perdonaban que Aron dijera: “Los intelectuales no quieren comprender el mundo ni cambiarlo; quieren denunciarlo”, y tampoco que los acusara de eludir los problemas reales y preferir en su lugar una ideología –es decir: “una representación más o menos literaria de la sociedad ideal”– y también esquemas de poder que tendían al autoritarismo, aunque procurando romantizar aquel sendero y tratando de evadir las implicancias horrorosas de esa opción final. Cuando los dos periodistas escarban en el pensamiento profundo de Aron y le reclaman una definición acerca de su liberalismo personal, este lo condensa en una sola frase: “Lo que más hay que temer en las sociedades modernas es al sistema del partido único”. No elige allí, como se ve, ninguna política económica determinada, sino la simple defensa conceptual y acabada de la democracia republicana –con todo lo que ello representa– frente a lo que denomina la “amenaza esencial”: una peligrosa deriva hacia un monopartido “invencible” que amaña las instituciones y crea un régimen hegemónico y sin pluralismos. Y aclara que la “izquierda moderada” coincide con su misma preocupación nodal. ¿Cuánto tiene de “derecha” entonces esta mera defensa democrática? Pensé mucho en Aron mientras leía el discurso de Martín Guzmán que articuló esta semana, sentado codo a codo con Juan Manzur, revolucionario recién llegado de Sierra Maestra con la imagen del Che grabada en el plexo solar. Allí el sinuoso monaguillo de Stiglitz cargó contra “la derecha” aludiendo a la oposición, y acusándola de estar profundizando “las inseguridades económicas”. Seguía así el nuevo libreto de la nueva campaña: se ve que el cuarto gobierno kirchnerista –plagado de señores feudales– lucha abnegadamente contra la “derecha”, con lo que se reserva para sí mismo un cierto izquierdismo virtuoso, que extrañamente no cree en la generación de trabajo, ni en la seguridad de los pobres ni en la excelencia educativa: la desatención a estas tres demandas populares les provocó una paliza electoral histórica. Guzmán, principal responsable de una de las inflaciones más calientes del mundo, se disponía a partir hacia Washington en busca de una suerte de arreglo con el FMI. Al día siguiente, Máximo Kirchner salió por todos lados a correrlo por izquierda y a culpabilizarlo por el brutal fracaso en las urnas. El episodio es grotesco y confirma que la grieta más dramática de la Argentina no sucede hoy fuera sino dentro del clan oficialista, y que las “inseguridades económicas” –las corridas cambiarias y otros desaguisados de la incertidumbre– no las desatan los ajenos sino los propios. Habría de todos modos que ponerle atención al espectáculo, puesto que podría eventualmente anticipar la estrategia de Cristina Kirchner para “el día después”. Ella pudo haber destronado a su ministro de Economía en aquella carta pública; no solo no lo hizo, se encargó de ratificarlo en medio de la tormenta y de no impedir que siguiera negociando con el Fondo. Pero dispuso, al mismo tiempo, que sus alfiles lo castigaran y que su propio hijo saliera a vapulearlo. ¿Constituye esta una pequeña prueba de su nueva actitud? ¿Hará del doble juego su política poselectoral, convalidando en privado señales de “racionalidad” que le permitan no erosionar aún más su ya desvaído poder y dando en público muestras de radicalización para no perder su capital simbólico? No otra cosa hizo en su período más mesiánico, cuando modulaba chavismo en los atriles y enviaba a Europa a Kicillof, con billetera generosa y cabeza gacha, a pagarle todo y más al Club de París. Pero ¿es posible arreglar con el Fondo, operar una devaluación y subir las tarifas para no estallar en mil pedazos, mientras su tropa se contenta con mera pirotecnia épica? ¿O el rumbo bifronte solo era posible en el pasado, cuando había reservas en el Banco Central o créditos internacionales a disposición? Este asunto es crucial para entender los dos próximos años, y la batalla de criterios se libra en la mente de una sola persona.
Pérsico verbaliza la intención kirchnerista de quedarse dos décadas en el poder para modelar el país de manera irreversible y a su antojo
Mientras la arquitecta egipcia masculla y Guzmán viaja, Emilio Pérsico toma el micrófono en el acto de Nueva Chicago y dice la verdad unánime pero impronunciable: “Esta democracia de la alternancia no camina”. Y a continuación reclama: “El movimiento popular debe gobernar veinte años”. Exmilitante de la organización Montoneros, fundador del grupo Quebracho, piquetero de Néstor Kirchner, gran beneficiario de los subsidios de Macri, militante del papa Francisco y actual brazo callejero de Alberto Fernández, este lenguaraz no es refutado por ningún integrante del oficialismo; al contrario, lo aplauden con fervor. Resulta, en principio, genial su recurso retórico: el kirchnerismo va por el cuarto gobierno y no es culpable de la estanflación, el constante incremento de la pobreza, la destrucción de la cultura del trabajo y del empleo concreto, la degradación de la escuela pública, la falta de una política exportadora vigorosa, el permanente boicot al progreso y la iniciativa privada, el deterioro terminal de la moneda ni el boom del narco. Necesitan todavía veinte años más para devastar lo poco que queda en pie. O como dice Marcos Novaro: “Mantienen el mito de que la unidad peronista es la que puede salvarnos de la desgracia que ella misma genera”. Pero después está la “amenaza esencial” que le provocaba insomnio a Raymond Aron. Pérsico verbaliza la intención kirchnerista de quedarse dos décadas en el poder para modelar el país de manera irreversible y a su antojo; se queda corto, puesto que los feudos de donde provienen sus compañeros –apoderándose del Estado, instrumentando un clientelismo sistémico y colonizando las instituciones– cancelaron de hecho la alternancia y lograron períodos mucho más largos. En los últimos comicios, la sociedad se mostró indócil a ese sueño santacruceño. Que como advierte Aron es la peor pesadilla. Ya lo ha dicho alguna vez un escritor kirchnerista: “Para nosotros la democracia es de derecha”.