Para acercarse al enigma Wilcock
“Es un excelente compañero de viaje; todo le interesa; está dispuesto a hacer lo que uno quiera; evita que uno gaste; es muy inteligente” escribía Adolfo Bioy Casares en su diario, un día de 1951, sobre Juan Rodolfo Wilcock, que los acompañaba a él y a Silvina Ocampo en una de las tantas peripecias europeas de la pareja. La entrada figura en Wilcock, libro que reúne las notas de Bioy sobre su amigo, que por entonces era un poeta neorromántico argentino, pero pronto se transformaría en inaudito narrador italiano.
Pero, ¿sería esa compañía así de pacífica? Wilcock fue un carácter que me resultó escurridizo desde que lo escuché nombrar por primera vez. En el subsuelo de mi colegio había un quiosco de Eudeba. Lo atendía un poeta menor que entre tantas cosas se vanagloriaba de haberle recomendado a Héctor Bianciotti irse de la Argentina. “Se fue en el mismo barco que Wilcock”, repetía sin otra explicación. Pronto, intrigado, un poco a ciegas, conseguí La sinagoga de los iconoclastas, lo único que circulaba de él. A partir de entonces, Wilcock fue, además de escritor, enigma.
Varios años más tarde me tocó entrevistar al novelista Bianciotti –que ya era parte de la Académie Française– y se me ocurrió volver sobre aquella versión. No recordaba al supuesto consejero, pero sí a Wilcock, la persona que lo había convencido de que se subiera con lo puesto al barco que los llevaría para siempre a Europa. Fue, en efecto, un impecable compañero de viaje. El problema vino después, cuando, según insistía Bianciotti con espanto, el otro se volatilizó con un pase de magia, dejándolo a él sin una lira en un tugurio del sórdido Trastevere. Años después, ya en París y trabajando como editor, tuvo que sondearlo por carta para contratar uno de sus libros. Wilcock se hizo el distraído, como si no recordara.
“Tenía un aspecto sumiso y una vocecita muy suave, pero capaz de decir las cosas más terribles”, aporta Bioy en una entrevista
Si hubiera que deducir de sus relatos italianos una personalidad, bien podría ser la del inquieto imperturbable. Nadie como él se atrevió a tantos inventores díscolos y formidables criaturas esperpénticas (en El libro de los monstruos, la última es el propio hombre). “Tenía un aspecto sumiso y una vocecita muy suave, pero capaz de decir las cosas más terribles”, aporta Bioy en una entrevista de 1977, un año antes de que Wilcock falleciera, con un libro sobre infartos sobre el pecho, en su casita del campo italiano.
Wilcock –que sale en gran medida de los diarios de Bioy, como el Borges o Descanso de caminantes– es en todo caso el primer acercamiento directo a esa contradictoria cruza de erudición, fragilidad, sensibilidad y maledicencia argentinas que corrían riesgos de perderse para siempre. Alguna de las entradas ya figuraba en aquellos volúmenes previos de Bioy, pero este suma de manera fundamental cartas inéditas. Son las que mejor dejan vislumbrar la inteligencia caprichosa, sin concesiones de Wilcock y esos bruscos cambios de humor que Bianciotti nunca llegó a descifrar. Por las cartas sabemos que fue “Johnny” el que le contagió a Bioy el gusto por la Cuarta Sinfonía de Brahms, pero también el que le acercó La conciencia de Zeno (la novela que más tarde ABC eligiría como su preferida). Se pueden leer además de primera mano sus disparatados intentos de que le otorguen a Borges un premio en Italia (fracasa, claro). Bioy no duda en definir alguna de esas cartas como obra maestra, “graciosa y veloz, como escrita sin respiro”. Tiene razón. No por eso deja de anotar en detalle, cuando se encuentran en Italia, las incontables strong opinions orales de su amigo, dignas de competir con las más conocidas de Vladimir Nabokov. Citemos una sobre su papel en la literatura italiana: “Aquí están los famosos, que ganan los premios; no se los respeta y se les da con todo en las críticas; y están los respetados como yo: no ganamos ningún premio, pero nadie nos ataca y nuestras opiniones tienen importancia”. Wilcock se jactaba con sarcasmo de haber conseguido sortear la fama, la “vida horrible” del escritor famoso, siempre acosado por los periodistas. En ese punto, siempre semisecreto, sigue teniendo más éxito que Nabokov. Celebremos la elegancia del detalle póstumo.