Panorámica. Lejos y en silencio, los faros unen belleza y servicio
Vigencia. Pasan los siglos, pero las torres elevadas y luminosas siguen siendo eficaces guías de navegación
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“Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,/oigo sus oscuras imprecaciones,/con - templo sus blancas caricias;/ y erguido desde cuna vigilante/soy en la noche un diamante/ que gira advirtiendo a los hombres,/por quienes vivo, aun cuando no los vea”. Así recreó el poeta español Luis Cernuda la voz del habitante de un faro, en el poema Soliloquio del farero. Podríamos imaginar ese mismo impulso –acodarse en un balcón, mirar en derredor, saberse la mayor parte de las veces en estricta soledad y con el peso de una responsabilidad enorme– en cualquiera de las personas que estén a cargo de faros actuales que aún no se automatizaron.
Y, puestos a imaginar, también podríamos avizorar los que se despliegan en esta nota: Faro de Tourlitis, en la bahía del puerto de Andros, en Grecia, el de St. Joseph, en el lago Michigan, Estados Unidos, el del puerto de Yeda, en Arabia Saudita o el Isla de Mouro, en la Bahía de San tander, España.
A algunos les toca lidiar con la furia de los vientos marinos; a otros, con el frío extremo que los convierte en una terrible y hermosa obra de arte para nada conceptual. Están aquellos cuya construcción se remonta al menos al siglo XIX; y están los que, como el Faro de Yeda, juegan con los diseños futuristas y la audacia de la ingeniería contemporánea (con 133 metros de alto, está considerado como el más alto del mundo).
Pero algo es cierto y atraviesa a todos los faros, más allá de su ubicación geográfica y sus rasgos técnicos: la humanidad navega desde la antigüedad, y si los romanos construían en sus puertos altas torres en cuya cima una hoguera ayudaba a los nave - gantes, algo similar venían haciendo desde antes fenicios y cartaginenses. “Cómo llenarte soledad/sino contigo misma”, dice el farero de Cernuda. Y también lo dirán quienes mantienen la llama de este extraño, antiquísimo y tal vez imperecedero, oficio.