dasf moderna,La crisis sanitaria mundial impacta más fuerte sobre los sectores vulnerables; hoy los contagios se multiplican en las villas de nuestro país, donde la peste ha puesto en primer plano las carencias estructurales preexistentes ,Al contrario de otras pestes históricas, el coronavirus reducirá el trabajo no calificado, coinciden expertos,La fraternidad y la cooperación son esenciales en un país en crisis en el que la pandemia se suma a la pobreza
El Covid 19 se ha convertido en la lupa de nuestros problemas irresueltos de larga y corta duración. El más acuciante es nuestra "pobreza estructural", un fenómeno que se remonta a no más del último medio siglo y que ha significado la ruptura de nuestra formación social originaria. La pandemia hinca sus colmillos con más ferocidad en ese sector en un doble sentido: por la mayor circulación del virus en poblaciones en las que el aislamiento social es prácticamente imposible, y por los efectos de la modalidad de cuarentena adoptada sobre los trabajadores informales sin protección estatal.
Pobres ha habido siempre en la Argentina, pero su excepcionalidad residía en la transitoriedad de su estado de privacion; es decir, en su escasa trasmisión transgeneracional. En la Argentina actual, la mitad de los pobres aún preserva la esperanza de salir de su estado de carencia, alimentada por el recuerdo de la sociedad inclusiva y por el de las breves expectativas de recomposición durante los años 90 y 2000.
Pero hay otro porcentaje esquivo a las estadísticas sumido en una marginalidad tangible, que vive en condiciones no aptas para la población humana producto de ocupaciones compulsivas de tierras en zonas bajas o contaminadas, con el consiguiente hacinamiento y la falta de infraestructura básica como el agua potable, el asfalto, las cloacas y la iluminación; y en medio de movimientos recurrentes de familias enteras desalojadas por las bandas que comandan un territorio. Sumemos a todo eso la inseguridad alimentaria, conjugada con la desnutrición de una cuarta parte de nuestros niños, la deserción escolar y una expectativa de vida promedio para una porción no menor de esos jóvenes que no supera los treinta años, como lo prueba el paisaje de cualquier cementerio público suburbano.
Llegados a este punto, y para analizar el modo en que la pandemia golpea sobre esta "pobreza estructural" preexistente, resulta indispensable recurrir a la historia.
Dos en una
La sociedad argentina contiene dos pobrezas primigenias que confluyeron en la contemporánea. Hay una pobreza de carácter regional que involucra a las provincias del interior poco irrigadas y más excluidas del comercio internacional. Hacia fines del siglo XIX, la expansión de nuestra economía exportadora de alimentos, con sede en la Pampa húmeda y el Litoral, pudo haber supuesto la desertificación de buena parte del Noroeste. El régimen conservador liberal creó retenes socioeconómicos para evitar el vaciamiento demográfico de nuestro precario federalismo. Se preservó así una masa crítica que rotaba en economías regionales prósperas que abastecían al Litoral, como el azúcar tucumano y el vino cuyano. Esto, que duró casi un siglo, le aportó a esas masas errantes bienes públicos de calidad como la educación, el transporte y las comunicaciones.
La otra pobreza procedió del colapso de nuestra economía primaria exportadora a raíz del crack internacional de 1930. Millones de chacareros, colonos y peones de origen europeo radicados en las zonas agrícolas o en sus extensiones terciarias urbanas fueron arrojados a la pobreza. Sin embargo, el proteccionismo fiscal y cambiario defensivo de los gobiernos de los treinta años siguientes reconvirtieron a esa masa en fuente laboral de las industrias concentradas en los grandes conurbanos litoraleños, particularmente el de Buenos Aires. Durante los años 40, incluso, se aceleró su reintegración a las clases medias a instancias de nuestra versión anticipatoria del Estado de Bienestar.
El balance habilitaba un optimismo perturbado por la conciencia de la vulnerabilidad del nuevo régimen de crecimiento sostenido por un Estado poderoso pero dotado de recursos fiscales inversamente proporcionales a sus obligaciones subsidiarias. El saldo fue una inflación crónica y una sucesión de crisis recurrentes que fueron diluyendo uno de los valores centrales de nuestra excepcionalidad: el ahorro como plataforma del ascenso.
El ingreso en una etapa intensiva de la industrialización durante los 60 condujo al colapso de las economías regionales concentradas en el abastecimiento del mercado interno. El sistema de retenes demográficos se rompió y las villas miseria de los grandes conurbanos dejaron de ser un hábitat transitorio para convertirse en un fenómeno endémico.
La crisis fiscal
Durante los años 70, a este problema se le sumó la crisis fiscal, que hizo cada vez más difícil mantener las funciones subsidiarias del Estado sin bordear la hiperinflación. La ansiedad rectificadora dio pie a experimentos aperturistas desde el comercio y las finanzas que significaron una reestructuración industrial de costos aún más elevados que los de los años 60 en el núcleo de trabajadores concentrados en las grandes urbes y sus alrededores. Confluyeron entonces ambas pobrezas primigenias: la de las masas del interior trasplantadas al Litoral y la de aquellas contenidas por una industrialización de raíces endebles concentrada en un mercado interno denso y urbanizado pero cuantitativamente reducido. El saldo fue el comienzo de un empobrecimiento cuya forma y contenido desconcertó a la dirigencia democrática que asumió tras la implosión de la última dictadura.
Durante los veinte años siguientes, la toma de conciencia de la nueva realidad por nuestra clase dirigente fue acompañada por dos ilusiones cuya frustración evoca nuestra deriva colectiva. La primera, durante los 80, se cifró en la recomposición de la economía semicerrada del medio siglo anterior, merced a un Estado modernizado capaz de recuperar sus facultades integrativas extraviadas. La segunda, durante los 90, lo hizo a través de acelerar desesperadamente su reforma, apostando a las bondades de un mercado mundial globalizado, a un proceso de integración regional que prometía ampliar nuestras escalas productivas y a las bondades de la nueva revolución tecnológica. La primera ilusión se estrelló en la hiperinflación de 1989-90; la segunda, en la depresión que detonó en el estallido social y político de 2001.
En medio de los fragores de esta última, se perdieron las esperanzas de reintegración social. La pobreza se naturalizó como una fatalidad irreversible y hasta se dotó de una cuasi representación gremial bajo la forma de las organizaciones piqueteras. Sorprendentemente, el país retornó a la senda del crecimiento comenzado en los 90 en la nueva fase de la globalización protagonizada por el ingreso de China en el comercio mundial. La recuperación duró hasta la crisis internacional de 2008 y estuvo atada a la demanda de las commodities del gigante oriental. Pero la letanía de nuestro default de 2001 determinó una desconfianza que privó al nuevo crecimiento semicerrado de la prosecución de las inversiones detenidas a fines de los 90. El país quedó entonces expuesto de manera agravada a los rigores de la nueva economía mundial y de su revolución tecnológica, que al tiempo de reducir la pobreza en los países del Extremo Oriente la devolvió a Occidente en detrimento de los Estados de bienestar.
El discurso eufórico de la última versión del peronismo no pudo ocultar que en la culminación de su prosperidad -como durante su denostada etapa anterior- , la pobreza no perforó ese 25% crónico heredado del colapso de la industrialización. Lo prueba el hecho de que la mitad de las 870 villas del Gran Buenos Aires emergieron durante el kirchnerismo. Nuestro nuevo encallamiento no tuvo la dramaticidad de 1989 o 2001. Pero aun así, ingresamos en un período de estancamiento "largo" que ya lleva una década, y que se ha plasmado en una notable descapitalización, acentuada por la reducción a la mitad de los precios de nuestras commodities estrella durante la fase del ingreso triunfal de China en el mundo global.
La naturalización de la pobreza se encubre con distintos discursos abstractos: desde su cínica idealización hasta una responsabilizacion velada que emerge de calificativos despectivos como "planeros" y hasta "vagos". Al mismo tiempo, un Estado impotente ha resuelto su sostén mediante un régimen administrativo conservador envuelto en el mito de una supuesta reindustrialización sustanciada durante la primera década de este siglo, algo solo explicable por una mezcla de frivolidad y necedad ideológica. En el fondo, se trata de reconocimientos encubiertos de la impotencia estatal y de una clase dirigente encerrada sobre sí misma que ignora a la sociedad.
En otra expresión de la globalización, la pobreza estructural del país es explotada por una gama de actividades ilegales que han descubierto en la Argentina una nueva meca en ciernes: desde el narcotráfico, que desciende desde la América andina y aspira a convertir al país en una nueva plataforma de exportación, hasta la producción local de bienes baratos para el abastecimiento de las masas pauperizadas del Cono Sur con modos de explotación orientales y de una fuerza laboral provista por los países limítrofes. La cabeza visible de ese iceberg es el complejo comercial de La Salada, significativamente ubicado en el corazón del conurbano bonaerense.
Llovido sobre mojado, ahora la pandemia puede conducir a elevar la pobreza a sus niveles máximos de fines de los 80 y principios de los 2000, que alcanzaron al 50 % de la población, y aun superarlos. La situación es tan grave que incluso una eventual recuperación del crecimiento a "tasas chinas", como el de la década pasada, no perforaría ese piso crítico del 25%. Las causas estriban en una compleja traba estructural solo corregible mediante un consenso político multisectorial que, aparentemente, supera con creces las miras de nuestra clase dirigente, bastante cómoda con un nuevo status quo que le ofrece argumentos ideológicos y una participación en los lucros de su explotación venal.
Los efectos sociales serán, sin duda, deletéreos en el corto plazo y estarán atados a la caída del PBI. Los índices de pobreza superarán con creces el 35 % de 2019 y toda la red de subsidios incentivados durante los últimos meses resultará insuficiente. Esto derivará en una conflictividad social que se reflejará en las calles evocando aquella de 2002 y que requerirá de hábiles muñecas neutralizadoras para evitar la violencia y el caos.
Esfuerzos inéditos
El dato novedoso será que el mundo también se habrá vuelto más pobre tras la pandemia; para remontar la caída, emergerán entonces búsquedas alternativas que reclamarán esfuerzos inéditos. Y como "Dios escribe derecho con letras torcidas", quién sabe si esa mancomunión en la penuria permita comenzar a cambiar aquello que hasta ahora no fuimos capaces de cambiar.
Para esto, una masa crítica de líderes oficialistas y opositores debería proceder a una exploración seria de nuevas oportunidades. Sería una solución necesariamente de largo aliento, que debe apuntar a recomponer nuestro fisurado tejido social, para reincorporar a la mitad de pobres que bascula entre la integración y la exclusión, y a la primera infancia.
El esfuerzo debería acompañarse con una mejora de los servicios públicos esenciales y una reforma profunda de nuestro sistema educativo. Pero todo eso resultará imposible sin un régimen económico que equilibre por fin los requerimientos de nuestro mercado interno con una globalización que durante la última década ha ingresado en una etapa compleja de multipolaridad y multirregionalidad. Lo otro sería proseguir con nuestro conservadurismo errante de hace medio siglo; un camino que nos condena a bajar, luego de cada crisis, un peldaño hacia las infinitas profundidades del atraso.
El autor es historiador; miembro del Club Político Argentino