Palomas pintadas en el cielo porteño
Con defensores y detractores, estas aves son parte del paisaje porteño y su presencia en las plazas y parques tiene mucho que ver con un personje que habitó la ciudad en los años ‘30
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Omnipresentes e impertinentes. Las palomas de Buenos Aires pueblan los árboles, las plazas, los cables, los aleros y las calles de la ciudad con una naturalidad pasmosa, sin el menor temor a los humanos con los que comparten la urbe. Se suben sin complejos en la mesa de los cafés para tratar de picotear los restos de una medialuna y se arremolinan en banda cuando algún niño o viejecito les arroja, generoso, migas de pan en la vereda, o frente a un banco de plaza.
Son muchas. Muchísimas. Para algunos, son animalitos simpáticos, parte infaltable y necesaria del paisaje porteño. Para otros, en cambio, esas criaturas son meras ratas aladas, una verdadera plaga, portadoras de gérmenes y enfermedades. Lo cierto es que están aquí, nos guste o no.
Dicen los que estudian estas aves que son originarias de Eurasia y que llegaron a estas costas en las embarcaciones de los europeos. Pero no venían de paseo, sino que, pobres plumíferos, formaban parte de la alimentación de los marineros. Otros añaden que muchas de las actuales palomas son las descendientes de un primer palomar que tuvo la ciudad entre 1915 y 1920, propiedad de un pariente del empresario alemán Otto Bieckert. Y una versión más poética señala que este mismo emprendedor cervecero traía de Europa una jaula repleta de estos pájaros, pero que al toparse –cuándo no- con problemas burocráticos para desembarcarlos, decidió, irritado, abrirles la puerta y que volaran a estrenar su libertad en los cielos porteños.
La Columba livia o paloma doméstica es la especie de mayor presencia en la ciudad. También están la torcaza, la torcacita, el picazuró, el ala manchada y la yerutí. Como se ve, en términos ornitológicos, Buenos Aires es un verdadero crisol de especies.
Pero no se puede hablar de palomas y de esta ciudad sin mencionar a Benito Costoya, un jubilado de origen español, que allá por la década del ‘30 vivía en una humilde casa en la Costanera Sur y era un apasionado de estas aves. Llegó a criar en su entorno a unas 12.000.
Lo que se cuenta de él es que tenía un dominio especial sobre sus pájaros. Al hacer diferentes sonidos con su silbato, las aves reaccionaban: emprendían el vuelo, bajaban a tierra para comer o lo seguían donde fuera, muchas veces subido en su bicicleta, tan típica como el gorro negro que nunca se quitaba. Las coreografías que solía montar este personaje con sus bandadas en la Plaza de Mayo comenzaron a fascinar a los niños y pronto los shows de Benito, bautizado “el loco de las palomas”, se convirtieron en populares. La gente comenzó a pagarle por cada actuación de sus estrellas aladas.
Un día, para darle mayor espectacularidad a sus actos, este jubilado genial decidió pintar a sus aves de distintos colores. La costumbre se extendió a diversos eventos y así, cada fiesta patria era parte de las celebraciones ver surcar el firmamento a los grupos de palomas coloreadas de celeste y blanco. En 1931, cuando arribó por segunda vez a Buenos Aires el Príncipe de Gales, Benito pintó a sus aves con los colores de la bandera británica y las lanzó en el puerto. En 1934, en la celebración del Congreso Eucarístico Internacional en la ciudad, el artista colombófilo llevó a sus criaturas hasta Palermo, las pintó de amarillo y blanco, los colores vaticanos, y las instó a volar alrededor de una enorme Cruz que habían levantado en los bosques del tradicional barrio. El 23 de mayo de 1936, como un tributo a su Buenos Aires querida, las palomas de Costoya estuvieron en los festejos por la inauguración del Obelisco.
Un año después, el bueno de Benito se despedía de sus aves y emprendía su propio y definitivo vuelo. Se cree que las palomas que nos rodean hoy son las descendientes de aquellas que encantaron con sus piruetas al público en la Plaza de Mayo. Me gusta pensar que ellas caminan cerca de la gente y con la cabeza erguida porque esperan escuchar, entre la multitud, el sonido del silbato de aquel entrañable “loco de las palomas”, el gran amigo de sus tatarabuelas.