Paloma Herrera o Baradel: un duelo sobre el futuro
Lo que ocurrió recientemente en el Ballet del Colón debería promover un debate de fondo sobre la Argentina, sobre la concepción del Estado y sobre la filosofía con que se administra y se gestiona “lo público”
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Podría confundirse con una noticia de la sección Espectáculos y encuadrarse como un conflicto “de nicho”. La renuncia de Paloma Herrera al Ballet Estable del Teatro Colón debería promover, sin embargo, un debate de fondo sobre la Argentina, sobre la concepción del Estado y sobre la filosofía con la que se administra y se gestiona “lo público”. Tal vez sea una renuncia que debería haber hecho más ruido del que hizo, si nos propusiéramos discutir en serio las raíces de la decadencia nacional.
Del alejamiento de la eximia bailarina se desprenden –entre líneas– algunos datos y conclusiones llamativos: de un elenco estable integrado por más de cien personas, solo baila, con suerte, la mitad. Al personal estable no se le puede exigir que concurra a clases obligatorias, ni tampoco que ensayen ocho horas diarias, porque esas exigencias no pasan el filtro sindical. Muchos dejaron de bailar hace años, y esperan en sus casas la edad para jubilarse. Los roles no se asignan por merecimiento, sino por una suerte de decisión administrativa guiada por criterios burocráticos. Jóvenes talentosos no encuentran lugar y se ven forzados a seguir sus carreras fuera del país. El rol de “director técnico” parece condicionado por los gremios y la política. Es imposible planificar a largo plazo y diseñar proyectos con garantías de continuidad. ¿Son referencias que solo describen al Colón o describen –en realidad– cómo funciona el Estado en la Argentina? ¿Son datos que hablan de un ballet o hablan de una mentalidad que ha colonizado otros ámbitos fundamentales, como los de la educación, la salud y la seguridad públicas en el país?
La renuncia de Paloma Herrera parece hablar de la creciente incompatibilidad entre la excelencia y el Estado. Es un llamado de atención sobre la degradación de la “cosa pública” a partir de una cultura que combate la exigencia, desprecia la competencia y reivindica la comodidad y el privilegio por encima del esfuerzo, el mérito y el talento. No es un problema nuevo; tampoco es patrimonio de un único sector. Es un problema que ha crecido durante décadas hasta convertirse en un fenómeno cultural que atraviesa a la sociedad y a la política. Tiene que ver con una mentalidad que ha colonizado universidades, escuelas, centros de investigación, ministerios, teatros e instituciones. En muchos casos, ha arrasado con el orgullo de ser docentes, artistas, científicos o funcionarios. Se han impuesto las figuras de “trabajador de la cultura”, “de la educación” o “de la salud”. Es una ideología que desdibuja las vocaciones e impone la ley del menor esfuerzo. Hace que, en muchos de esos ámbitos, sea más redituable “hacer la plancha” que “hacer carrera”. Son engranajes de un Estado que trabaja “a reglamento”. El que intenta cambiar las reglas termina como Paloma Herrera. No estamos, entonces, frente a la mera renuncia de una directora artística. Estamos frente al triunfo de la mentalidad burocrática, estatista y sindicalizada, y a la derrota de la excelencia y la competitividad en la esfera pública. Estamos frente a un Estado que expulsa a los mejores y confunde igualdad con igualitarismo.
La Argentina supo tener un sistema público de altísima calidad. El Colón fue sinónimo de excelencia, como lo fueron la escuela y la universidad públicas, el sistema hospitalario, el Conicet, la Anmat, el Indec y tantas otras instituciones. Por supuesto que conservan reservas de gran valor, pero ¿podemos decir que hoy mantienen el nivel de sus mejores épocas? ¿Podemos echarles la culpa solo a las restricciones presupuestarias derivadas de las crisis económicas? ¿O deberíamos admitir que, bajo la retórica del “Estado presente”, hemos devaluado todos los servicios públicos?
La sindicalización de la escuela pública ha degradado esa institución hasta extremos desoladores. Si de los 100 bailarines del Colón solo bailan 50, ¿cuántos de los casi 500.000 docentes bonaerenses pisan todos los días una escuela “gobernada” por Baradel? ¿Cuántas “Palomas Herrera” han sido derrotadas por “el sistema” en otros estamentos del Estado? A partir de esa renuncia en el Colón, tal vez deberíamos poner en discusión una mentalidad que corroe la calidad de los servicios públicos. Se trata de un ideologismo que combate el espíritu del maestro, del artista, del médico o del enfermero para igualar a todos bajo la concepción del empleado público. Eso parece marcar el estándar dominante, aun en lugares como el Colón, donde nadie llega porque sí, ni en la búsqueda de un conchabo, sino por evidente vocación y espíritu de superación.
Cuando se intenta discutir este estado de cosas, la reacción es inmediata: los que cuestionan el estatuto de la mediocridad “quieren precarizar”, “buscan privatizar” y “son ajustadores”. El repertorio de eslóganes es bien conocido, y ha resultado eficaz para conservar privilegios y mantener el statu quo. Con esas “banderas” se ha consolidado un “estatismo al modo nostro”, que ha servido para engordar al Estado, convertirlo en una gran bolsa de trabajo y al mismo tiempo restarle calidad, jerarquía, excelencia y seriedad. Es, paradójicamente, una filosofía que expulsa a las clases medias del sistema público, empujándolas a escuelas, universidades, sanatorios y hasta barrios privados en busca de prestaciones básicas.
El ballet, curiosamente, ofrece otro ejemplo de las grandes distorsiones argentinas. Cuando Julio Bocca propuso, alguna vez, cambiar el régimen del Colón para privilegiar la competitividad y la excelencia, le dijeron que no. No se podía ir en contra de la estabilidad y la burocracia. No se podía discutir la normativa que asimila al artista con el empleado público. Pero en otro lugar le dijeron que sí. Fue en el Uruguay de Pepe Mujica, donde el “progresismo” se entiende de otra forma. Bajo la dirección de Julio Bocca, el ballet oficial del Uruguay recuperó brillo y calidad. Se convirtió en un orgullo nacional, a la par de su selección de fútbol. Mujica entendió que el Estado no debía ser enemigo de la calidad, sino que debía promoverla. Y en ese ballet uruguayo, del primero al último de los bailarines debían ganarse su lugar a fuerza de talento y sacrificio, no con trabajo asegurado, sino con contratos revisables en función de los resultados. Tal vez Paloma Herrera y Julio Bocca nos ofrezcan, sin querer, la oportunidad de dar un debate de fondo sobre la Argentina. Y nos muestren, en espejos invertidos, distintas maneras de concebir “la cosa pública”.
Quizá sea oportuno preguntarnos por qué Julio Bocca se fue a dirigir y a vivir al Uruguay. No sería una pregunta sobre él, sino sobre nosotros mismos. Somos un país que expulsa a sus talentos, que ningunea a los mejores y que pierde su mayor capital: el de los hombres y mujeres que podrían marcar la diferencia. El Colón, alguna vez, le dijo que no a Julio Bocca. Pero no fue una decisión aislada. ¿Cuántos funcionarios, cuántas universidades, cuántas academias lo consultan? ¿En qué estamentos del país se aprovechan la experiencia, la genialidad y la sensibilidad de uno de los artistas más grandes que ha dado la Argentina en el siglo XX? ¿Cuántas escuelas y facultades lo convocan para inspirar a los más jóvenes en la cultura del esfuerzo, la creatividad y la excelencia? Otra vez: no hablamos de ballet ni del Colón; hablamos de un profundo problema cultural que ha carcomido los cimientos de la Argentina.
Los que intentan discutir esa mentalidad suelen pagarlo con una suerte de exilio (real o simbólico) forzado por la indiferencia. Muchos actores de la cultura, que deberían representar el inconformismo, la diversidad y la vanguardia, hoy parecen anestesiados por el ideologismo dominante. Hay una suerte de “intelectualidad estatizada” que se siente cómoda con el silencio, la ausencia de debates y una inercia conservadora que avala el deterioro.
Tal vez debamos interpretar la renuncia que sacudió hace unos días al Colón como un síntoma de algo más complejo, en lo que se juega el futuro del país. Aunque parezca una noticia de espectáculos, es un llamado de atención sobre la concepción de un Estado que necesita cada vez más para ofrecer cada vez menos; que suma empleados y expulsa talentos; al que le sobran eslóganes y le falta prestigio. Es, en definitiva, un indicador de los problemas estructurales de la Argentina. Alguna vez tendremos que discutir estos temas en profundidad, si de verdad queremos recuperar ese país que sentía orgullo de sí mismo. Los nombres propios a veces simbolizan modelos contrapuestos: ¿queremos la Argentina de Paloma Herrera y Julio Bocca o la de Baradel y D’Elía? De esa elección dependerá el futuro.