País de inmigrantes, la Argentina exporta población
No hay un día en que no se sepa de un argentino que emigra, expulsado por el cerril nacionalismo populista
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Es un goteo. No hay día en que un amigo, un conocido, un amigo de un conocido argentino no se mude a Europa. O a Estados Unidos, Canadá, o donde sea, donde haya un rayo de luz. País de inmigración como no hubo otros en el mundo, la Argentina exporta población. Curioso, pero no único. ¡Miren Venezuela! También fue transformada por la inmigración. Ahora es todo un fugarse. Lo mismo Cuba, “invadida” por inmigrantes españoles en el siglo XIX. Hoy es una diáspora. De tierras de acogida y cobijo, de esperanza y oportunidad, estos países se han convertido en lugares ásperos e inhóspitos, cerrados al mundo y de cerril nacionalismo. ¿Será una coincidencia? ¿O habrá un nexo?
Mirando alrededor resulta evidente que el migrante argentino o el venezolano tiene poco en común con el peruano o el ecuatoriano. En la mayor parte de los casos no fue a Europa a buscar su América. No apuesta al ascenso social, no espera adaptándose a trabajos humildes ganarse un futuro digno en la nueva patria para la familia. Suele ser alguien que perdió la buena posición que tenía; o que todavía conserva su estatus pero no ve futuro para sus hijos; o que ya lo vio todo y sabe cómo termina. Son profesionales, técnicos, docentes, empresarios, personas formadas y capaces necesarias como el pan. Sin embargo, nada: más que desilusionados son derrotados; más que marginados, expulsados, exilados en su tierra, separados en casa. Casi siempre tienen remotas raíces europeas y salen en avión de los países a los que sus antepasados llegaron en barco; países que mientras tanto se habían convertido en sus países. Como un cuerpo después de un trasplante, como órganos extraños, América los rechaza.
Es como si “lo americano” hubiera aplastado a “lo europeo” que tenían en sí mismos y cultivaban. Como “el alma eslava” que alimentó a los populistas rusos, “el alma telúrica” que anima a los populistas latinoamericanos es “incapaz de asimilar sin violencia el contacto de lo viejo con lo nuevo, lo doméstico y lo foráneo”. El triunfo populista mata la síntesis entre los dos mundos. El tan celebrado crisol de América Latina, la integración virtuosa de los inmigrantes europeos, revela así su lado oscuro: lo que en otros lugares toma la forma de conflictos étnicos se manifiesta aquí en el contraste entre imaginarios incompatibles, identidades inasimilables, cosmologías enemigas.
Pero las similitudes ocultan profundas diferencias. Los populistas eslavos que idealizaron al pueblo ruso, la comunidad campesina reunida como un organismo estático y homogéneo, eterno y armonioso en torno al pope ortodoxo, ahuyentaban la crónica tentación de emular al Occidente europeo, de seguirlo por el camino de la ilustración y la secularización. Los populistas latinoamericanos que invocan la identidad del “hombre americano” y la identidad “nacional y popular” son en su mayoría de origen europeo, frutos de la sociedad mestiza surgida a lo largo de los siglos en América. No tienen problemas con el futuro, sino con el pasado. Su americanismo es una construcción intelectual, la invención de una tradición.
¿Qué tipo de construcción y tradición? De José Vasconcelos a Manuel Ugarte, de la raza cósmica al hombre seminal, del peronismo al chavismo, “lo americano” se ha construido un pedestal de superioridad moral. ¿Será para compensar los fracasos del desarrollo? ¿Los desastrosos experimentos políticos? ¿Un complejo de inferioridad? De ahí su fábrica de antinomias: la América espiritualista contra la Europa materialista, la solidaridad contra el egoísmo, la gratuidad contra el utilitarismo, la fe contra la razón, la naturaleza contra la cultura, el pueblo contra la oligarquía. Como si América fuera el reverso de Europa. Y Europa la odiada madrastra de quienes a pesar de todo cultivan sus dialectos perdidos, sus costumbres disueltas, horrorizados por lo que se ha vuelto desde que se fueron. Una Europa culpable porque fue corrompida por la prosperidad, contaminada por el consumo, y porque está huérfana de raíces.
Sin embargo, el mero hecho de que el americanismo no pueda definirse si no por oposición a Europa es la mejor prueba de que a pesar de sí mismo pertenece a su historia, a esa historia que para bien y para mal plasmó el mundo atlántico a través de los siglos. Y explica que el populismo latinoamericano no sea tan diferente del populismo europeo: ambos imputan a Europa haber perdido el sentido de absoluto, haber sucumbido a los ídolos del dinero y del poder, haber abandonado los grandes valores de la sociedad sagrada a cambio de aquellos prosaicos de la sociedad comercial. En fin, le achacan haberse descristianizado. Contra sus elites cosmopolitas y secularizadas, invocan el sentimiento puro del pueblo, su natural sentido de justicia.
Pero ¿es un relato bien fundado? ¿O un mito que desentona con la realidad? Gracioso: el populismo cree que le basta con proclamar la justicia social y la independencia nacional, con exaltar su popularidad y solidaridad, para creérselo en serio e impartir lecciones al mundo. Se emborracha de su propia bebida. Como si la experiencia histórica no lo desmintiera; como si los resultados no lo contradijeran.
Es cierto que Europa atraviesa un momento delicado y merece muchas críticas. Pero no las del populismo americanista. Porque la Europa materialista y egoísta, cínica e individualista que él describe ha creado las sociedades más solidarias que existen, o al menos las menos injustas. Sociedades mucho más atentas a los más pobres y los derechos de las minorías, a la igualdad de género y la inclusión de los débiles, a la educación de los niños y la protección de los ancianos, tanto respecto de las sociedades europeas del pasado como de los sistemas creados por el vacuo sentimentalismo de los populistas latinos.
¿Entonces? El “pensamiento nacional”, como al populismo latinoamericano le gusta llamar su “filosofía”, se ha encerrado en una jaula de mitos autodestructivos, en una prisión que en cada innovación y progreso olfatea al fantasma colonial, condenándose al provincialismo y al estancamiento. Corta así de raíz la “cultura del crecimiento” que tanto necesitaría para pasar de la solidaridad declamada a la solidaridad real, de la retórica a la historia. Al negar la parte de Europa que América tiene en sí misma, el populismo se condena a un callejón sin salida. Y expulsa a quienes quisieran salir de allí.
Ensayista y profesor de historia en la Universidad de Bolonia