Pagame la fiestita
“Los gastos de la sociedad conyugal se solventaron con los ingresos de la sociedad conyugal, y no solo con los míos”. (De Martín Insaurralde)
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Si alguien pensó que lo de Martín Insaurralde iba a pasar a la historia por su habilidad para navegar en un yate de lujo, descorchando champagne francés con una modelo, todo bancado con su sueldo de funcionario público de la provincia de Buenos Aires, se equivocó. El hombre acaba de inscribir otro capítulo en el reality que protagonizó con Sofía Clerici, la modelo monotributista de gustos tan caros como los suyos. Le dijo a la Justicia –que lo investiga por enriquecimiento ilícito y lavado de dinero– que la plata con la que se pagaba esas fiestitas provenían de su sociedad conyugal con Jesica Cirio, cuyo dinero usó para engañarla con Clerici en el barquito Bandido durante unas espectaculares vacaciones en Marbella. Un caballerazo.
Es cierto que el ex mano derecha de Kicillof en el gobierno bonaerense está lejos de haber descubierto la pólvora con esto de cargarle el sanbenito a la mujer. Varios sindicalistas de vida holgadísima y sueldos magros hace décadas que vienen justificando su buena vida en las supuestas fortunas y herencias cobradas por sus parejas, exparejas, secretarias, colaboradoras y afines. Sin ir más lejos, la semana que pasó nos enteramos de la detención del senador nacional Edgardo Kueider -del Frente de Todos, según la web oficial de la Cámara alta, aunque el kirchnerismo se lo quiera sacar de encima como a una brasa- cuando intentaba ingresar a Paraguay con más de 200.000 dólares y 646.000 pesos sin declarar. ¿Qué dijo el compañero Kueider ante las autoridades? Que el dinero era de su secretaria, con la que viajaba al momento de ser pescado in fraganti. Y cómo olvidar el día en el que el profe Alberto le endilgó a su histórica colaboradora haber metido la pata con la matufia de los seguros que lo tiene bajo investigación judicial, o cuando responsabilizó a su “querida Fabiola” por el Olivosgate y por haber perdido las elecciones como producto de aquella festichola en medio de la eterna cerrazón por la pandemia que él mismo había decretado.
Ahora se entiende por qué hay gente que se casa consigo misma. Con maridos como Martincito y jefes como Edgardo y el profe, se sonrojan hasta los acuerdos prenupciales del remozado Código Civil.
El problema, querido lector, es que parece que tampoco hay garantías de fidelidad casándose con uno mismo (sologamia). En Londres, una mujer de 36 años que había celebrado un “automatrimonio” para “narcisearse” en su amor propio y sellar la independencia amorosa de cualquier otro ser viviente decidió luego divorciarse de ella misma porque empezaba a sentirse sola. Tremendo.
Otros prefieren desposarse con objetos. La crónica periodística da cuenta de muchos casos ocurridos en varios países. Legales o no, lo cierto es que, entre ellos, se conocieron los del hombre japonés que se casó con su almohada, a la que le estampó la imagen de su animé preferido: la joven Fate Testarossa. También se supo del caso de la mujer sueca que decidió casarse con el Muro de Berlín, diez años antes de que lo derribaran, en 1989. “Han mutilado a mi marido”, dijo por entonces la viuda, por llamarla de alguna manera.
Hubo quien, enamorado de la inteligencia artificial, decidió interactuar con ella como si fuera su pareja; el que declaró su amor por su computadora, pero confesó que le era infiel porque a menudo flirteaba con una laptop; el que le contó al padre que estaba en pareja con su viejo auto, y la que se casó con la Torre Eiffel no obstante la frialdad que le dispensaba el monumento y que era obvio que tenía que compartir con medio mundo.
Es decir, tenemos la sologamia, en la que uno mismo puede terminar reclamándose cosas y rompiendo lazos con el espejo; la objetofilia, aparentemente sin mayores efectos no deseados, salvo lo inanimado de la pareja, y la Martintrampus avivadus lomense, uno de los últimos ejemplares de la era de los corruptus negadorum. Así, en latín casero, suena más cool.