Padres e hijos, entre el amor y el dolor
Luces y sombras del amor filial, en dos libros de reciente aparición
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Se habla del amor, del irrenunciable sufrimiento de la pasión, el goce tras cada lágrima de la aventura romántica. Se habla de todo esto, se despotrica contra los viejos mandatos, se reconoce que muchas series, películas y relatos poco serían sin el condimento del romance y sus avatares, inquietudes, dificultades, éxitos y fracasos.
No ocurre lo mismo con el amor filial, ese territorio con algo de tabú, zona neutral, supuesto campo de reposo. Si allí no hay cobijo, ¿dónde lo habría? Si en el encuentro íntimo entre padres, madres e hijos no emerge lo mejor de cada quién ¿de qué otro modo surgiría? Y sin embargo.
Pensé en esto mientras leía dos libros que, en sentido estricto, poco tienen que ver entre sí. Y que no parecen haberse planteado la reflexión sobre lo filial desde el vamos. Pero lo observan, lo indagan, inciden allí donde la intensidad de un sentimiento puede ser, más que balsámica, feroz.
Uno de estos libros es Dime una adivinanza, de la estadounidense Tillie Olsen. Fallecida en 2007, referente tanto de la literatura como del feminismo de su país, Olsen logra una alquimia demoledora: su palabra es cálida y a la vez realista, cruda, empática, descarnada. Cada uno de los cuentos de Dime una adivinanza tiene lo suyo, pero el que al menos a mí me atravesó el corazón (cada cual tiene su historia y la literatura sabe convocarla) es “Aquí estoy, planchando”.
Una mujer se aboca a una tarea que suele hacerse cuando ya se cocinó, ya se limpió la casa, quizás se realizó un trabajo eventual, seguramente se acostó a los hijos pequeños. La mujer plancha en lo que podemos intuir es el silencio nocturno de una familia de clase trabajadora. Monologa. Piensa, con dolor y cierto pragmatismo, en la docente que en algún momento le advirtió que su hija mayor necesita ayuda. “¿Acaso cree que, porque soy su madre, tengo la clave, o que usted podría usarme como clave de algún modo?”, responde mentalmente, sumida en el vaivén de la plancha. Y rememora. La niña que al nacer, como todos los bebés, era una explosión de vida, encanto, promesas. Pero era la época de la Depresión, el padre las abandonó, y la mujer –una madre muy joven– emprendió el camino de los trabajos mal pagos, las guarderías que no se eligen, el cuidado de una niña a la que poco más que agotamiento podía brindarle. Mientras la hija crecía y el brillo de su primera infancia se opacaba, la mujer se volvió a casar; esta vez el marido no la abandonó, pero partió al frente y en el medio hubo más bebés, más trabajo, y nada de tiempo para siquiera mirar a la hija mayor salvo para pedirle –al fin y al cabo, era la mayor– que ayudara con las interminables tareas domésticas. “Éramos pobres y no podíamos ofrecerle una tierra fértil donde crecer tranquila”, piensa la madre, arrasada por la culpa. Porque esa hija a la que apenas pudo mirar ahora apenas la mira a ella; la niña que aprendió que era inútil reclamar ahora es un enigma, un ser amurallado, triste y mortalmente ajeno.
El otro libro es Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez. Otro registro: novela, género de terror. Y, entre la delicia de una trama que rinde honores al género, un no tan pequeño detalle. El vínculo, amoroso y desgarrado al extremo, de un padre y un hijo. Están las visicitudes del relato fantástico: el niño hereda un don que, el padre muy bien lo sabe, significa más una condena que cualquier otra cosa. El padre decide proteger al niño, ponerlo a salvo de quienes exprimirán su poder hasta convertirlo en un ser maldito.
Entonces, cuando Enríquez nos sumerge en la desesperación de ese hombre que adora al hijo y que al mismo tiempo no puede evitar dañarlo, cuando asistimos a toda la locura, el desborde y la entrega que une a esos dos personajes, estamos leyendo algo que excede a la épica de lo fantástico. Lo que nos funda: un amor que siempre será imperfecto, que daña y que nutre, que muy pocas veces puede ser del todo dicho.