Padres e hijos en el barro de la manipulación política
La Argentina ya mortifica demasiado a las familias como para que desde el Estado se estigmaticen los vínculos filiales por supuestas herencias ideológicas con las que solo se busca encubrir la verdad
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El discurso del poder transgredió todos los límites. Crispado, imprudente, irreflexivo y, por momentos, cruel, llegó al extremo de violentar espiritualmente a varias familias. Cuando el Presidente habló con ligereza del “suicidio” de Alberto Nisman y lo vinculó con el fiscal Diego Luciani, meneando –en una absurda comparación– la posibilidad de un desenlace fatal, no solo incurrió en un extravío conceptual: tampoco midió el impacto que esas palabras inconcebibles podían tener, por ejemplo, en los hijos de las personas aludidas. El dolor ajeno, la familia y los hijos deberían ser un terreno vedado para la beligerancia política.
La vicepresidenta, sin embargo, acentuó estas transgresiones al descalificar, por el pasado de su padre, a uno de los jueces del tribunal que debe juzgarla. Confundió nombres y parentescos, pero eso no sorprende porque el rigor histórico siempre es la primera víctima en los discursos del populismo. Lo grave, sin embargo, es que se juzgue a alguien por “portación de apellido” y que se intente descalificar a los hijos por la ideología, las acciones o los antecedentes de sus padres. Es algo más que una bajeza y un golpe artero, que además ubica en el fragor de la coyuntura a personas ajenas a los hechos que se discuten y que ni siquiera pueden defenderse ante las andanadas y señalamientos del poder. Lo que traduce ese intento de descalificación es una visión maniquea de la historia que divide al mundo entre “buenos y malos”, que está anclada en el pasado y que fogonea todo el tiempo antinomias y resentimientos. Revela una concepción de la vida pública que remite siempre a la confrontación, como si no se pudiera entender el poder de un modo distinto al de una lucha entre Capuletos y Montescos y al de un juego de resentimientos y venganzas.
La pretendida imputación al juez por el pasado de su padre expresa un modo de manipular, simplificar y distorsionar la realidad. Desnuda, además, una idea determinista de la vida, como si los lazos de sangre, y no la libertad del individuo, sellaran el destino, las ideas y la conducta de los hombres. Enquistada en la cabeza del poder, es una creencia peligrosa. Se conecta con concepciones absolutistas que creen, por ejemplo, que el derecho no es un sistema de reglas y procesos, sino una lucha de poder; que el individuo no es autónomo y libre, sino “esclavo” de sus raíces y su entorno; que la ideología siempre está por encima de la técnica. Es una concepción que ve todo en blanco y negro, se basa en la brutalidad simplificadora y no cree en las normas, sino en los intereses. Supone, además, la idea de inmovilidad, tanto ideológica como social, reñida con la evolución y el aprendizaje en los sistemas democráticos.
Ese entramado de ideas deriva en una confusión entre lo público y lo privado, como si no se reconocieran límites entre la política, el Estado, la familia y los intereses particulares. Abundan los ejemplos de esa distorsión: la presidencia se concibe como bien conyugal y el poder, como derecho hereditario; el bastón de mando es entregado por la hija; se jura por la Constitución y “por Él”; los negocios personales se superponen con la administración pública. Desde esa experiencia se tiende a creer que nadie actúa con profesionalismo y sentido del deber, sino a partir de las pasiones y el imperio de su subjetividad. La racionalidad cede terreno ante las emociones exacerbadas: “Los siento un poco mis hijos y me siento madre de todos ustedes”, les dijo la vicepresidenta a los militantes que la vivaban el sábado en la puerta de su casa. La sobreactuación emocional atraviesa la política.
Detrás de un discurso pretendidamente progresista subyace, sin embargo, el concepto anacrónico de linaje, tanto para acusar como para exaltar. “Soy hijo de un juez”, subraya el Presidente para atribuirse un apego a las normas que, sin embargo, no ha demostrado en los hechos. ¿En quién pensaba el hijo del juez cuando incumplía su propio decreto y transgredía las restricciones en medio de la cuarentena?
Creer en la transmisión genética de valores e ideologías es, además de peligroso y arcaico, un razonamiento que no comprende las complejidades de la vida. El legado y la influencia de los padres sobre sus hijos son un territorio demasiado intrincado, y muchas veces insondable, como para reducirlo a las categorías de los eslóganes y las batallas políticas. Ser “hijo de un juez” no garantiza nada, como tampoco es prueba de nada que un juez, a su vez, sea hijo de un militar retirado al que le haya tocado actuar en una Argentina atravesada por el horror y la tragedia. Manipular el pasado para contaminar un proceso judicial parece una maniobra burda que excede la legítima defensa.
Para juzgar a los hijos por los antecedentes de sus padres el poder aplica las varas del oportunismo y la arbitrariedad. ¿Cómo funciona ese juicio para familias en las que padres radicales o liberales, por ejemplo, tienen que convivir con hijos que abrazaron el fanatismo kirchnerista? No es una rareza, sino lo que pasa hoy en muchísimos hogares. En ese caso, ¿la militancia de los hijos redime a sus padres? ¿O “el bien” –en contra del derecho sucesorio– solo se transmite en línea hereditaria descendente?
El fanatismo militante, exacerbado en las universidades y estimulado desde la cima del oficialismo, ha propiciado fracturas y distanciamientos en el seno de muchas familias. Es frecuente escuchar a madres y padres contar, con resignación y pesar, que en sus casas “ya no se puede hablar de política” con hijos, yernos o nueras. Desde la perspectiva de la vicepresidenta, que acaba de inaugurar “la sangre y el apellido” como causal de descalificación, ¿cómo se encuadra ese fenómeno político y social? ¿Consideran que han “rescatado” a una generación del pensamiento “reaccionario” de sus padres?
En la tragedia argentina de los setenta también tuvo fuerte gravitación esa ruptura entre muchos jóvenes y sus familias. Las organizaciones guerrilleras se nutrieron, en buena medida, de hijos de la burguesía que, más que rebelarse contra la tradición y el conservadurismo, se rebelaron contra la democracia, la libertad y la vida ajena. Aquella historia desmiente, por un lado, la idea “determinista” que enarbola el kirchnerismo, pero inaugura –a la vez– otro “linaje”, el de “los buenos” o “los elegidos”.
La exaltación de los setenta ha llevado la categoría de “hijo” a una suerte de olimpo mitológico. En este caso, el pasado de los padres se juzga como un privilegio de sangre. Al hijo de un jefe guerrillero se lo designa embajador en China ¿a pesar de los antecedentes del padre o gracias a esos antecedentes? La respuesta asoma en esa visión sectaria y hemipléjica de la historia: los crímenes son siempre de “los otros”. El razonamiento remite, otra vez, a una concepción primitiva y peligrosa de la política que parecería encajar mejor en regímenes autoritarios que en sistemas democráticos. Son creencias que se afirman en el terreno del mito, no en el de la historia, y que exaltan “la memoria” para imponer un relato faccioso. En ese plano, “el otro” siempre es “el demonio” y “los propios” son “héroes” o “mártires”, categorías que elevan al que ostenta esas condiciones al paraíso de la superioridad moral.
En una reciente y comentada entrevista a uno de los máximos jefes montoneros, en la que reivindicó el accionar de la guerrilla, se le preguntó por la nieta en común que tiene con Cristina Kirchner. “Debe ser difícil competir con una abuela que fue dos veces presidenta de la Nación”, le dijo el entrevistador. La respuesta fue reveladora: “Pero también un abuelo guerrillero tiene un peso. Hay que ver…”. El pasado de violencia es exhibido como un pergamino, como la pertenencia a ese pedigrí o linaje mitológico que puede competir, incluso, con el título de presidente constitucional. En ese mundo de “héroes” y de “mártires” no se cree en la Justicia ni en los hechos, sino en la venganza y “el relato”. El “abuelo guerrillero” emerge como una voz autorizada en medio de un discurso que reivindica a la “juventud maravillosa” y confunde crímenes con ideales.
La violencia política y el terrorismo de Estado han destruido en la Argentina decenas de miles de hogares. Hay casos, incluso, en los que una misma familia ha sufrido, en carne propia, tanto el accionar de la represión ilegal como el del terrorismo guerrillero. Manipular ese pasado para encubrir y maquillar los hechos del presente tal vez solo pueda definirse como “un delito de lesa perversidad intelectual”. Lo peor, sin embargo, es que padres, hijos y nietos sean arrastrados, arbitraria y dolorosamente, a ese barro de la malversación histórica.
La Argentina de estos días ya mortifica demasiado a las familias como para que, además, desde el Estado se estigmaticen los vínculos filiales por supuestas herencias ideológicas con las que solo se busca encubrir y manipular la verdad. Algo debería quedar a salvo de las miserias políticas. Con los padres y los hijos, no.