Pactos y secretos de la corporación universitaria
Durante el kirchnerismo muchas universidades fueron cooptadas con mecanismos diversos, “puentes” que acaso expliquen el apuro de algunos dirigentes de la UCR por salir en auxilio de Massa
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En la vorágine atolondrada del debate público argentino, los revuelos se tapan unos a otros y lo que ocurrió hace una semana queda sepultado en la hojarasca de la irrelevancia. Sin embargo, tal vez valga la pena detenerse en una entrevista televisiva de hace pocos días, en la que un funcionario universitario, que además es legislador nacional, tuvo una reacción airada frente a una pregunta incómoda. El episodio podría ser más significativo y revelador de lo que parece a simple vista, y quizás ayude a entender, en esta etapa de piruetas y reacomodamientos políticos, algunas de las fracturas que se han producido en la oposición.
Todo se puede ver en YouTube: el diputado y vicerrector de la UBA, Emiliano Yacobitti, desplegó un tono hostil, lindante con la actitud amenazadora, cuando la periodista Guadalupe Vázquez le preguntó, con agudeza y profesionalismo, sobre el manejo de recursos universitarios y la mezcla con la política partidaria. La reacción intempestiva del funcionario parece explicarse más por algo que se intenta esconder que por algo que se debería aclarar. Tal vez en esa gestualidad brusca y avasallante se esconda la resistencia de la corporación universitaria a explicar sus compromisos sectoriales, tejidos al compás de una telaraña de intereses y negocios que atentan contra el pluralismo y contra la transparencia en el sistema universitario.
Durante toda la era kirchnerista, muchas universidades han sido cooptadas con mecanismos diversos, pero nunca demasiado sutiles. Una fenomenal expansión presupuestaria incluyó también la adjudicación de subsidios y fondos discrecionales, además de la proliferación de algunas “cajas negras” sobre las cuales no hay demasiada información. La Universidad de La Plata, por ejemplo, participó del millonario y oscuro negocio de las tragamonedas, con contratos para el control de los bingos bonaerenses que nunca se han publicado en internet. También ha montado una gigantesca red de contrataciones con municipios de todo el país para la “venta” y administración de sistemas de estacionamiento medido. ¿Cuánto representa esa caja? No hay información oficial.
En casos como el de la UBA, los contratos de auditoría son otro circuito de ese laberinto. Mientras tanto, la creación de nuevas universidades ha expandido las “bolsas” de designaciones, los resortes y los presupuestos que administra la corporación universitaria en coordinación con intendentes y caciques partidarios.
Todo esto generó, en las últimas décadas, acuerdos subterráneos entre el kirchnerismo y sectores del radicalismo. Son “puentes” que tal vez expliquen el apuro con el que algunos dirigentes de la UCR han salido ahora en auxilio de Massa. Hay antecedentes casi grotescos en este sentido: en 2015, todos los decanos de la Universidad de La Plata fueron forzados a firmar una declaración de apoyo a Scioli en la instancia del balotaje con Macri. Y el rectorado de esa misma casa de estudios –gobernado por un supuesto radicalismo alfonsinista– le fue cedido al candidato a vicepresidente del Frente de Todos, Carlos Zannini, para su cierre de campaña. En ese momento, el rector de la UBA era Alberto Barbieri, quien fue anunciado como ministro de un eventual gobierno de Scioli. Y universidades como las de Río Negro y Avellaneda, por ejemplo, hacían fila para distinguir a Cristina Kirchner e invitarla a dar una “clase magistral”. Hoy, en todas las universidades se reproducen alineamientos similares y se agitan los fantasmas de la campaña del miedo.
Aquellos episodios arrasaron la tradición histórica de no “partidizar” las universidades y convirtieron la autonomía en una mera formalidad: la dependencia del poder quedó expresada en actos de genuflexión.
Envueltos en la bandera de “los principios”, lo que se defendía, en realidad, eran “cajas” e intereses. Al compás de este proceso se consolidó un feudalismo universitario sobre el cual pocas veces se pone la lupa. Hay rectores, vicerrectores y decanos que se atornillan a sus cargos con una cultura muy similar a la de los barones del conurbano. Muchos, incluso, “desdoblan” sus funciones con otros cargos en el Estado.
Manejar una universidad grande –como la UBA o la de La Plata– ya no es administrar una institución académica, sino un imperio económico multirrubro: campos, hoteles, empresas de seguridad, obras sociales, bares, librerías, editoriales, cines, teatros, hospitales y hasta servicios de transporte. Por eso las elecciones de rectores son cada vez más “negociadas”: no hay un debate de ideas ni una confrontación entre modelos, sino un reparto de cargos y presupuestos entre distintas facciones.
Tal vez Yacobitti haya intuido que la pregunta periodística podía encender algún reflector sobre este paisaje oscuro, y por eso se apresuró a amenazar con una “mordaza judicial”. Pero su reacción revela, además, la escasa disposición del sistema universitario para discutir sus propias prácticas y para dar explicaciones frente a la sociedad.
El debate interno en las universidades está prácticamente anestesiado. El espíritu reformista ha sido reemplazado por una defensa a ultranza del statu quo. El que proponga discutir alternativas de financiamiento, régimen de ingreso o duración de las carreras, correrá el riesgo de ser directamente cancelado.
En ámbitos en los que deberían asegurarse la diversidad y el pluralismo, ocurre todo lo contrario: se penaliza la disidencia y domina el pensamiento único. Los problemas estructurales se esconden bajo la alfombra. De cada diez ingresantes a las universidades nacionales, menos de tres se reciben en tiempo y forma. Pero exigir está mal visto. Endurecer las condiciones de regularidad computa como una herejía.
Otro tema tabú es el ingreso de ciudadanos extranjeros a la enseñanza universitaria. En facultades como la de Medicina de La Plata, uno de cada dos ingresantes ya proviene de otros países. Pero ni siquiera es requisito el dominio del idioma español. Vienen atraídos por la combinación de ingreso irrestricto, gratuidad absoluta y flexibilidad en las cursadas. Nada que un argentino vaya a encontrar en universidades de Perú, Ecuador o Brasil, ni en ningún otro país del planeta.
Las universidades sostienen el relato de la “inclusión y la igualdad” en un país donde crecen la marginalidad y la pobreza. ¿Por qué un chico que no accede al secundario le tiene que pagar la universidad al egresado de un colegio privado? La sola pregunta dispara una respuesta automática: “te quieren quitar derechos”. ¿Pero por qué negocios universitarios como el de las auditorías o el estacionamiento medido no se destinan a un fondo nacional de becas para chicos vulnerables? La universidad está enamorada de sus propios eslóganes, con los que se arroga el patrimonio exclusivo de un supuesto progresismo, en lugar de alentar el debate y aceptar los razonamientos complejos.
Una especie de atmósfera autoritaria, poco propicia para la pluralidad de voces y para la libertad de expresión, se ha instalado en muchos recintos universitarios. Se ha naturalizado, además, la confusión entre militancia, docencia e investigación. Los mecanismos de ascensos y concursos están condicionados por afinidades políticas y las “listas negras” funcionan sin disimulo.
La entrega de doctorados honoris causa tal vez ofrezca pistas claras sobre lo cerca que están las universidades de los ideologismos y lo alejadas que están de la modernidad. Los últimos que acaba de aprobar la Universidad de La Plata, por caso, son para Manuel López Obrador y para la asociación civil Archivo de la Memoria Trans.
En este contexto, las universidades públicas han perdido calidad y prestigio, además de capacidad de innovación. Conservan, por supuesto, nichos de excelencia y recursos humanos de altísima calidad técnica y profesional. Muchos sufren este deterioro en silencio, pero contribuyen con su compromiso y su solvencia a mantener altos estándares de formación en cátedras y centros de investigación.
En la corporación universitaria, mientras tanto, funcionan pactos secretos y subterráneos con el poder político. Son conductos que se retroalimentan: de un lado fluyen recursos; del otro, disciplinamiento y lealtades. En el medio hay entramados opacos, nichos de privilegios y cotos de poder. La pregunta al vicerrector de la UBA apuntaba, probablemente, a poner este mundo en discusión. Su reacción airada y evasiva confirma la incomodidad que le producen la claridad y el debate al sistema universitario argentino. Es otra herencia de una cultura política que ha colonizado, desde el poder, a instituciones sagradas de la Argentina genuinamente progresista.