Otro rostro posible de la Argentina
Esfuerzo, trabajo colectivo, humildad, confianza en el conjunto más que en un líder; no siempre un equipo es el reflejo de su país, pero sería deseable que esta selección fuera el espejo del futuro, de lo que podemos llegar a ser
Terminó uno de los mejores mundiales de la historia, de lejos. Y terminó con la derrota de la Argentina en una fantástica final que pudo haber sido para cualquiera de los dos. En ese sentido, y más allá de la tristeza del momento, no da para lágrimas, sino para sentir un genuino orgullo por cómo ha jugado el equipo. Y, sobre todo, por lo que han transmitido a quienes lo hemos seguido, de cerca o de lejos. Dieron mucho más de lo que se esperaba de ellos, pero no sólo en términos futbolísticos, sino como ejemplo de funcionamiento de un equipo. En algún sentido, exhibieron lo que le falta al país, en un mensaje que perdurará en el tiempo.
Salta a la vista que el Mundial es el lugar donde cicatrizan por instantes todas las divisiones de la Argentina. Es el lugar donde descansamos de la desunión y el desapego que nos profesamos. Se trata de un oasis colectivo, una suspensión de la desconfianza mutua, una tregua. Es el momento en que se suspende la circulación del cinismo, ese ácido sulfúrico que corroe de antemano todos nuestros vínculos, y es el momento en el que damos rienda suelta a lo que tememos demostrar en otros momentos. Por la intensidad con que se vive colectivamente el Mundial, uno sospecha que es el lugar de una expresión de deseos, de la añoranza de una unión más permanente y más profunda.
Y este Mundial en particular fue como ver los adelantos de una película que muestra lo que podemos ser, y que no sabemos si se rodará alguna vez. Porque somos, no sin razón, extremadamente descreídos con nosotros mismos, con nuestro destino y con la posibilidad de alcanzar algo colectivamente, cosa que se suspende por algunas semanas, cada cuatro años. En otros momentos, nadie quiere sentirse en offside, nadie quiere sentirse burlado ni ser considerado ingenuo por confiar en los demás o por confiar en la Argentina.
Es el único momento en que nos permitimos actuar un orgullo colectivo genuino, lejos de los enardecimientos patrioteros que se encienden justamente cuando hay poco en qué creer. Pero luego se da una extraña paradoja: el cinismo se ve compensado por la elección acrítica de súbitos depositarios de la fe popular, caudillos en los cuales se refugia toda la necesidad de creer. Tal vez éste sea uno de los aprendizajes del Mundial: una mayor confianza en el equipo disminuye el ansia por un líder conductor.
No necesariamente un equipo refleja a un país, pero en este caso sería deseable que fuera el espejo del futuro. Lo que para este equipo fue un punto de llegada, para la Argentina debiera ser un punto de partida. La Argentina siempre fue una tierra de riquezas y talentos que no necesitó cultivar el esfuerzo. En este contexto, el esfuerzo queda estigmatizado, incluso, como una prueba de que uno no cuenta con los dones naturales como para poder evitarlo. Esa interpretación de nosotros mismos ha fracasado en forma rotunda, y si la gente comienza a demandar un nuevo tipo de liderazgo, el de valorar lo que se construye con esfuerzo por sobre los dones individuales que implican una gracia caída desde el cielo, supondría un viraje esencial en nuestro destino.
Llegamos con la idea de que Messi era nuestro redentor y emergimos con el equipo como eje de valoración. Y para la Argentina, el reino de la altanería, es un anticlímax responder al éxito con humildad. Y es un éxito haber llegado hasta donde se llegó, hasta el minuto 115 de la final. Lo que sucedió y hay que aplaudir ahora es que, más allá del talento individual, no ha habido un culto de la individualidad. Aunque hayan tentado las comparaciones jocosas de Mascherano con un superhéroe y las genialidades oportunas de Messi que nos permitieron avanzar en las eliminatorias, la imagen que primó de este equipo fue la de que el todo era siempre más que la suma de las partes.
Cobrando cierta perspectiva, no deja de impactar el grado de frenesí colectivo y la electrocución de masas que produce el fútbol, sobre todo cuando se da en la escala de un acontecimiento mundial. Tras las máscaras, que recuerdan a los rituales primitivos, el delirio y el éxtasis, la posesión fue total. La foto del hincha brasileño en la tapa de la nacion, luego del 7-1 de Alemania contra Brasil, con sus lágrimas y su grito de angustia, podría ser la misma que la de una persona que perdió a todos sus familiares en un tsunami. Esto es lo curioso del fútbol. Por un lado, se trata de alegrías y sufrimientos de una intensidad extrema, pero, por otro lado, sabemos que se trata de alegrías y sufrimientos en los que no hay un referente detrás. Sin embargo, eso no hace menos verdaderos ni menos reales esos sentimientos.
El extraordinario trance y el nivel de compenetración con sentimientos que finalmente carecen de correlato contrastan con el hecho de que nada se juega que trascienda al juego mismo. Nada cambia en la vida de nadie por el resultado de un partido y, sin embargo, todo se comporta como si se fuera con ello la vida misma. Por eso los diarios brasileños titularon su derrota bajo las nociones de vergüenza, humillación y vejación, términos fuertes para describir lo que ocurre en un juego. Pero el juego es una manera de sufrir sin costo real y una manera de alegrarse sin objeto. Es como la zona de entrenamiento de las pasiones con que efectivamente nos toparemos luego en la vida.
Es que el impulso lúdico es lo que hace nacer a las diferentes culturas, como sostuvo alguno vez Huizinga.Y nuestra cultura va a extrañar esta temporaria e intensa inmersión en el juego. En un mundo ordenado primariamente por las ideas de finalidad y productividad, el juego genera la rebelión ante la postergación del sentido y de lo festivo. El entusiasmo y el arrebato, el permitirse por instantes ser poseídos por otra cosa, nos permite abandonarnos y perder, por momentos, el agobio del control de sí. El juego es una manera de decir que hay cosas que nos importan más que lo real. Y tiene la facultad de arrollar por momentos las formas más crudas de la vida. Antonio Porchia contaba que de muy niño y teniendo hambre se puso a jugar al fútbol, hasta que cayó desmayado precisamente por olvidar su hambre.
Por eso será difícil volver ahora de los relieves del juego a las planicies de lo real. Será la clásica depresión posparto. Por la efímera pero intensa experiencia de unión, se agigantará la dificultad de volver a la brutalidad y a la paranormalidad de la vida cotidiana en la Argentina. De la libertad de someterse a las reglas de juego, volvemos a la esclavitud de carecer de ellas. Del gozo del juego debemos volver al riesgo de default, al procesamiento sin licencia de Boudou, al obsceno juicio a Campagnoli, a la estanflación económica y política del país y a su profunda ambigüedad, evidenciada el 9 de Julio, día en que tomaron el micrófono para hablar en nombre de los argentinos Sabella y Boudou.
El estilo contenido, sereno y modesto del primero contrastó con la naftalina retórica del segundo, con su vociferación hueca, antigua y altanera ."Patria sí, colonia no", repetía, como el combatiente que se esconde en la selva sin saber que la guerra ha terminado. Nos vendría mejor aprender a pelear contra nuestra ineptitud y contra nuestra complacencia con la inmoralidad. Pero la Argentina es un laboratorio en el que se ensayan día tras día fórmulas nuevas del grotesco, para medir cuál es su capacidad de asimilación.
Por eso, ahora que todo ha terminado, se irá disipando la polvareda de las pasiones y cada uno volverá a su propia vida. Será un retorno anímicamente difícil, porque será como dispersarse de nuevo y volver a los múltiples aislamientos que nos caracterizan. Será como volver a un lugar en el que seguimos siendo los mismos, luego de haber demostrado que podemos ser otros.
Pero ¿podremos asimilar el mensaje de la selección? ¿Podremos revertir lo altisonante, pendenciero y soberbio, el formato de la década ganada? Porque todo orgullo sentido por la selección probará ser ilegítimo si no revertimos esa conducta. Nuestros jugadores, que ya dieron todo, tal vez miren ahora atentos a cómo jugamos nosotros el partido de los próximos años. Como aquel empresario que pagó para hacerse retratar por Picasso y que, luego de posar, recibió del pintor un dibujo que en nada se asemejaba al original. Con una amistosa palmada, Picasso le dijo: "¡Hombre, ahora, a parecerse!". Este equipo del Mundial pintó otro rostro posible de la Argentina. Y nos ha dejado, sin proponérselo, la misma frase escrita.