Opuestos y parecidos
Las recientes manifestaciones de Aldo Rico y de Juan Grabois son dos caras de la misma moneda que nos recuerdan que es la ley, común a todos, la que impone su racionalidad y establece límites a la desmesura
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En ocasiones, quienes creen oponerse se parecen demasiado.
Vivimos tiempos convulsos, donde todo parece dado vuelta y resulta difícil distinguir los elementos. El día y la noche, lo seco y lo mojado retornan a ese estado de indiferenciación previo a la gesta creacionista. Diluvio, dice el Génesis. Cambalache, diría Discépolo.
En la semana que pasó, dos declaraciones casi simultáneas de personajes más o menos notorios resonaron como truenos: uno, hablando de saqueos y sangre en las calles; otro, llamando a actuar a las fuerzas armadas. Este último, el tristemente célebre Aldo Rico, remató su convocatoria con una frase llamativa: “Cuando la patria está en peligro, todo es lícito”. Lo curioso es que si, por un error del editor de un diario, esa frase se le hubiese atribuido al otro personaje del que hablo, Juan Grabois, sería perfectamente creíble.
En efecto: al modo de dos caras de una misma moneda, ambos invocan la violencia como vía legítima y justificada para enderezar el rumbo de esta nave de locos que es actualmente la Argentina.
Es cierto que la violencia tiene mil caras, y que a veces se presenta bajo las máscaras menos reconocibles. La pobreza, la inflación descontrolada, la desesperanza y la frustración de millones de personas son efecto de otras violencias más acalladas o de apariencia “oficial” porque son ejercidas desde el lugar de quienes (des)gobiernan, revestidas de su (dudosa) autoridad.
La violencia, en efecto, campea y se filtra en todos los rincones de la vida de los sujetos en una nación desorientada. Pero creer que esa violencia “autorizada” se combate o se frena mediante actos de sangre, vengan del lado que vinieren, es echar nafta al fuego. ¿Cómo se hace, entonces, para acotar el espanto?
Tal vez la clave radique en una palabra del pobre discurso de Rico: “lícito”. ¿Quién, cómo, desde dónde se decide sobre la licitud? ¿Se trata de una categoría individual, subjetiva, coyuntural, que determinadas personas -por gozar de posiciones privilegiadas o de fuerzas superiores- pueden determinar e imponer?
Ahí entonces surge otro personaje, de relevancia mayúscula para el asunto: cuando se repite que Cristina solo está preocupada por sus causas y su situación judicial, ajena al hambre y a los padecimientos de la gente, se afirma que al ciudadano de a pie, urgido por necesidades más acuciantes, ese tema -la reforma de la Corte, las disputas judiciales- no le interesa. Entiendo que tal suposición es un error grave.
Porque lo que está en juego, precisamente, es el corazón mismo del problema: la licitud. La relación entre lo legal y lo legítimo, la posibilidad fundamental de que una sociedad resuelva o trate sus conflictos no con saqueos, sangre, tomas, armas, sino mediante mecanismos republicanos instituidos por la ley.
Si una persona con cargos o con poder decide, en forma omnímoda, que no hay tribunal humano que la pueda juzgar, y solo la historia (es decir, la eternidad) podrá dictar una sentencia acorde a su grandeza, es porque se ve a sí misma por encima de esa ley que es buena para el vulgo, los de abajo, pero no para los supremos.
La historia (ahora la real) está llena de ejemplos de tales personajes infatuados y convencidos de su superioridad: desde César a Hitler, pasando por Napoleón y tantos otros, cuyos tristes finales llenos de locura y vergüenza tienen mucho para enseñarnos.
Sí, la patria está en peligro. Especialmente, cuando una persona o un grupo se atribuye la posesión exclusiva de esa entidad y expulsa a los otros (los que piensan distinto) de la pertenencia a ese territorio, de esa posible vida en común de los semejantes diferentes.
La posibilidad de lo común en la diferencia sólo es realizable al amparo de la ley, una ley que no reconozca privilegios y que no sea objeto de manipulación por parte de los poderosos. Nadie, por más grande o dotado que se crea, puede estar por encima de esa instancia. Como diría Spinoza: someterse a la soberanía de la ley es lo que nos libra de someternos a otros soberanos. Sin su imperio, los que parecen opuestos no son sino reflejo uno del otro. La especularidad que todo lo mezcla y confunde es característica de la venganza, esa dinámica mortífera donde la violencia se ejerce sin mediación, sin freno y sin medida. Espiral interminable de daño y ofensa, destruir al oponente es disparar contra el espejo y autodestruirse.
La ley es ese tercero simbólico que separa a los contendientes, impone una pausa, impide la reacción inmediata de furia y odio, sostiene una medida común para todos (especialmente, para los desiguales) e introduce cierta racionalidad (del latín ratio, proporción) para contener la desmesura. Eso que los griegos llamaban hybris, la soberbia de humanos que se creían dioses.
De modo que sí, los temas que preocupan a la vice -más allá de sus intereses particulares, y en un sentido inverso- nos conciernen a todos, lo sepamos o no. La alternativa es más dramática que nunca: o licitud (ley, constitución, república) o caos. O nomocracia (gobierno de la ley), o violencia desenfrenada.