Okupas, la ficción que anticipó la tragedia argentina
Once capítulos de Netflix condensan en estos días el drama de la Argentina. Okupas fue estrenada hace 20 años en Canal 7. En aquel momento se la veía como una ficción, como el retrato de un fenómeno social que empezaba a asomar en las vísperas de 2001, pero que todavía representaba una realidad marginal. Dos décadas después, cuando acaba de estrenarse en la vidriera de Netflix, se la ve como un documental. Si antes reflejaba algo que podía resultar ajeno, o por lo menos lejano para una amplia clase media, hoy parece la crónica de un drama mucho más visible y extendido. Es la historia de pibes que no estudian ni trabajan y que, casi sin darse cuenta, se caen del sistema para sumergirse en una dimensión de oscuridad y lumpenaje en la que se termina degradando el valor mismo de la vida.
En el 2000, cuando Okupas fue filmada por el director Bruno Stagnaro, en la Argentina había (según datos de la Unesco) unos 500.000 jóvenes “ni-ni”, que no estudiaban ni trabajaban. Hoy, en un país siempre flojo de estadísticas, no son menos de un millón y medio los jóvenes en esa situación. No sorprende: en la Argentina hoy existen 4000 villas, asentamientos o “barrios populares” (según el último eufemismo). La mitad se formó a partir de 2001. Y el 25%, a partir de 2010. En el conurbano, siete de cada diez chicos son pobres. Eso que en el año 2000 era marginal hoy ha dejado de serlo.
Okupas da una medida de la tragedia social: los protagonistas hablan un lenguaje “tumbero” que en aquellos años resultaba extraño y hasta casi incomprensible. Incorporó a la televisión una jerga marginal con la que la clase media no estaba familiarizada. Hoy, sin embargo, ese lenguaje se ha hecho coloquial en todas las periferias urbanas. No lo escuchamos en una ficción experimental: lo escuchamos en la parada del colectivo, en el tren, en las colas del cajero. También en las letras del trap y la cumbia, la música que suena hasta en los actos políticos. La Argentina ha naturalizado la marginalidad. Peor aún: esa marginalidad se ha transformado, para millones de jóvenes, en lugar de pertenencia y en seña de identidad. Es la consecuencia del empobrecimiento material y cultural de la Argentina: muchos jóvenes de clase media, o media baja, se “lumpenizan” y descienden a un submundo sórdido en el que la falta de horizonte y de motivación conduce peligrosamente a la droga; la droga, al delito y la violencia; el delito, al riesgo de una muerte prematura. Ese dramático círculo vicioso está hipotecando el futuro de varias generaciones. Okupas puede leerse como una ficción anticipatoria de una tragedia colectiva. También como la metáfora de una generación que, sin poder construir un “mundo propio”, se convierte en “okupa” de un país arruinado.
Hablar de “los jóvenes” es una excesiva generalización, sobre todo en una Argentina que ha extraviado toda noción de homogeneidad social para extremar desigualdades y contrastes. Por supuesto que Okupas no refleja la realidad de todos los jóvenes. Son muchos los que, aun en condiciones adversas, sin estímulos ni alicientes, apuestan al trabajo y al esfuerzo para intentar progresar. Hay grandes historias inspiradoras de aquellos que se sacrifican por un futuro mejor. También son muchos los que se quieren ir del país y forjar su destino en otro lado. Sería necio, sin embargo, negar el aumento de esa porción de la juventud que ha caído en el limbo del desempleo, la apatía y la falta de proyecto. ¿Cuánto se ha acentuado esa tragedia en el último año y medio? ¿Cuánto se agravó este flagelo social con el cierre de escuelas y universidades durante la eterna cuarentena? Se sabe que un millón de chicos abandonaron el secundario entre el año pasado y este. ¿Cuánto ha crecido el desempleo juvenil con la pérdida de 20.000 pymes entre 2020 y 2021? Los indicadores y pronósticos son desoladores.
El mayor drama, sin embargo, es que hemos incorporado la pauperización social como un fenómeno natural. El comercio ilegal ha dejado de ser marginal en muchos centros urbanos para convertirse en actividad principal. No ocurre solo en las periferias del conurbano bonaerense. Cualquiera que recorra el microcentro de la capital de la provincia de Buenos Aires verá que “lo marginal” ya es el comercio legalmente establecido. Las ferias clandestinas han avanzado hasta acorralar al negocio minorista. En esa línea, se ha naturalizado (y ahora va en camino de institucionalizarse) la “economía popular”. Es todo un síntoma que el Gobierno avale la conversión en sindicatos de las organizaciones sociales. Los gremios del sector productivo cederán protagonismo e influencia ante los sindicatos de la “economía popular”: una postal de una Argentina pauperizada, en la que el salario retrocede ante el subsidio, crecen los planes mientras se achica el empleo y resurge el trueque como alternativa de subsistencia.
Esa es la Argentina en la que Toyota no consigue jóvenes con formación y aptitudes básicas para cubrir vacantes de operarios calificados. No se trata solo de pibes que no terminan el secundario, sino que no tienen cultura de trabajo y no han incorporado el hábito, la disciplina y el método que implican las rutinas laborales o educativas. Este drama se ha ido extendiendo hasta abarcar a una buena porción de una clase media empobrecida.
En la marginalidad que retrata Okupas, no hay rebeldía ni ideología. Hay un enorme vacío, en el que solo sobrevive un valor, el de la amistad. Todo lo demás se derrumba: no hay noción de futuro; no hay proyecto ni plan. Son jóvenes sin mañana, aferrados a una mera supervivencia cotidiana en la que solo importa el “aquí y ahora”, una suerte de “presentismo” exacerbado. Hace 20 años parecía un extraño fenómeno social; quizá un riesgo que empezaba a vislumbrarse. Hablar hoy de jóvenes sin futuro se ha vuelto una variable insoslayable del análisis político, social y cultural de la Argentina.
Hay una combinación que alienta el círculo vicioso: por un lado, un país que ofrece cada vez menos oportunidades y certezas. Por el otro, una generación que ha perdido espíritu de lucha y que tiene sus ambiciones anestesiadas. La realidad parece abonar esos rasgos de desesperanza y resignación en amplias franjas juveniles: “economizan sus esfuerzos por miedo a la frustración”, dicen algunos sociólogos. Otros hablan de una generación desmoralizada, que ve con escepticismo el sentido del esfuerzo. “Estudiás o trabajás” hoy suena como un imperativo anacrónico. Desde el poder baja un discurso que refuerza esa suerte de nihilismo desganado: no se estimula el valor del sacrificio, se estigmatiza el mérito y se alienta, de modo más o menos explícito, una romantización de la pobreza y la marginalidad. La experiencia de los padres refuerza, en muchos hijos, la sensación de que “el trabajo no te garantiza nada”.
No todo, por supuesto, se reduce a ese clima de desesperanza y abandono. Si Okupas es un síntoma, también hay otros que marcan un fuerte contraste. Desde hace varias semanas, uno de los libros más vendidos en la Argentina se llama La batalla del futuro. Algo en qué creer. Fue escrito por dos hermanos, Augusto y Mateo Salvatto, de 27 y 22 años. Expresa el optimismo, la innovación y la pujanza que también late entre muchos jóvenes. Transmite una apuesta esperanzada a la economía del conocimiento.
Hace veinte años, Okupas fue una serie; hoy es un drama social. En la Argentina, la realidad suele superar a la ficción. Para los próximos veinte años, ¿seremos un país de “okupas” o empezaremos a ganar “la batalla del futuro”? ¿Se impondrá la economía popular o la economía del conocimiento? Dependerá, en buena medida, de las decisiones que tomemos hoy.ß