¡Ojo a las mentiras!
Hacía siglos que el islam ya no era una amenaza. Esto determinó que mentes vigorosas como la de Goethe lo elogiaran con su lúcida palabra. Y que estudiosos de diversas latitudes recordasen los aportes del islam a la civilización, en especial en Al-Andalus, donde se construyó el puente dorado de la Antigüedad con el Medioevo y del Este con el Oeste. Allí convivieron productivamente, del siglo XI al XII, los tres monoteísmos. El islam siguió dando buenos ejemplos hasta en las guerras, donde asombró la caballerosidad emblemática del sultán Saladino.
Contra las versiones que lo describían como una fe belicosa, intolerante y regresiva, aparecieron expresiones de alto vuelo poético y también erótico. En Persia, las coloridas pinturas y los poemas conmovedores de Omar Khayyam, Las mil y una noches en una Bagdad de maravillas, el audaz Averroes en España y el médico Avicena en Ispahán, los sufíes sincretistas e inspirados arquitectos que se expandieron desde la India hasta el Atlántico, los filósofos y versificadores y gramáticos y soñadores innumerables. Todo ellos constituyen pruebas de la diversidad que puede florecer bajo esta religión. Es falso condenarla como fuente de conflictos e intolerancia.
Pero a esta religión le ocurre exactamente igual que a las otras. Sus libros sagrados, sus figuras más amadas y sus símbolos pueden ser abaratados con fines ajenos a la espiritualidad que predica. Al hombre le cuesta tomar conciencia de que la religión, por su intensa carga de identidad y afecto, es un instrumento ideal para la manipulación de la gente. En primer lugar se destacan sus líderes, que, mediante la seducción, la intriga u otros procedimientos, se erigen en voceros del Todopoderoso. Algunos son meritorios y algunos bordean la psicosis. El abanico fue y sigue siendo muy ancho, con fragmentos de santidad y de perversión que no siempre se distinguen. Estos líderes religiosos, lamentablemente, en muchos casos se convierten en inspiradores, cómplices o forzados acólitos de tiranías diversas. De este modo ponen su fe al servicio de ambiciones claras o difusas, que no la benefician, como tampoco benefician a los creyentes. Karl Marx tomó un chiste de Heine y difundió por el mundo su agobiante máxima: "La religión es el opio de los pueblos".
Es opio, por cierto, cuando se la emplea para embotar la racionalidad de los pueblos, para encadenarlos a la resignación o empujarlos a conflagraciones letales. Nada más inmoral que hablar en nombre de Dios, puesto que Dios no es otro hombre que vendrá a desmentir lo dicho. Nada más inmoral que erigirse en el dueño de interpretaciones irrefutables, puesto que eso es arrogancia (cuando no locura).
El cristianismo tuvo sus fundamentalistas. No se ruborizaban cuando despreciaban, torturaban y asesinaban en nombre de Jesús. Ni tenían conciencia de la contradicción abismal que significaban semejantes acciones. También los tuvo el judaísmo, como el fanático Baruj Goldstein, que al asesinar a decenas de orantes en la mezquita de Hebrón quemó las milenarias enseñanzas de respeto al prójimo y amor a la vida que calan en el tuétano de un judío.
Los suicidas musulmanes violan preceptos del Corán, afirman muchos expertos. Pero millones de musulmanes andan ahora confundidos porque cientos de "iluminados" usurparon los sagrados símbolos para satisfacer su apetito de poder, su resentimiento personal, su odio insaciable o sus delirios místicos. Carcomen al islam desde adentro, igual que el nazismo secuestró y pervirtió la deutsche Kultur . A un buen musulmán le resulta tan difícil diferenciarse de los psicópatas volcados al terrorismo como a un buen alemán le costaba diferenciarse de los asesinos que arruinaban su nación mediante eslóganes tan enfervorizantes como discutibles.
Me pongo bajo la piel de un creyente sincero, espiritual y objetivo. Me doy cuenta de que debe de arder como una antorcha al oír que en nombre del islam se asesina a mujeres, niños, ancianos y trabajadores de diversas etnias y creencias, incluidos correligionarios. Debe de arder como una antorcha cuando los que asesinan se llaman a sí mismos mártires, porque en realidad son mártires las inocentes víctimas. Debe de arder como una antorcha al oír que se consideran héroes, porque en realidad son héroes quienes ahora deben luchar contra ellos y sus misiones aberrantes. Debe de arder como una antorcha al enterarse de que convocan a la guerra santa para sostener regímenes crueles, hipócritas y opresivos. ¿Qué tiene esto que ver con los llamados a la fraternidad, el respeto y la armonía que predicó Mahoma, incluso para cristianos y judíos?
El islam no está en peligro.
Repito: no está en peligro. No se atacan sus mezquitas ni sus lugares sagrados, ni se prohíbe la práctica de sus rituales y tradiciones. No se le pone ningún freno a su proselitismo civilizado. Por consiguiente, es una redonda y descarada mentira afirmar que empezó una nueva "cruzada" en su contra. El presidente George W. Bush pidió perdón por haber utilizado esta palabra de triste memoria -condenada por el Vaticano mismo-, porque se ha convertido, paradójicamente, en sinónimo de buena acción. Pero esto nada tiene en común con las Cruzadas que empezaron en el siglo XI.
Libertad y derechos
¡No hay guerra contra los musulmanes! Para nada. Ni siquiera en los Estados Unidos ni en Gran Bretaña ni en Francia ni en Alemania ni en España ni en Israel (que tiene un millón de ciudadanos musulmanes, cuyos lugares de culto ellos mismos administran). Pueden rezar privada o públicamente y pueden cumplir con todos los preceptos que dicta su fe. Hasta el conflicto palestino-israelí es político, no religioso.
Por lo tanto, ¡ojo, señores comunicadores! No se sometan a la mentira de que hay guerra contra el islam. Ojo, que el islam tiene ahora una presencia en Occidente como ni siquiera soñó el sultán de Turquía al apoderarse de Constantinopla. Ojo, que goza allí de libertad y de derechos, libertad y derechos de los que no se goza, recíprocamente, en los regímenes fundamentalistas (pero éste es otro tema).
Otra mentira es atribuir la violencia terrorista a la pobreza que sufren millones de musulmanes por la exclusiva crueldad de Occidente. Hay que abrir los ojos.
Occidente tiene su pesada cuota de culpa, claro que sí. Pero los países árabes y muchos musulmanes no árabes son inmensamente ricos. Pero allí los privilegiados no vierten su riqueza en obras que produzcan el bienestar de sus pueblos. Incluso usan la religión para mantener sometidos a la injusticia a esos pueblos, que en su gran mayoría quedan en manos de una elite. ¿Cuántos hospitales, escuelas, caminos y fuentes de trabajo construyó Osama ben Laden en Afganistán con sus millones de dólares? ¿Cuántos dólares donaron los ricos países árabes a la Autoridad Nacional Palestina para que de una buena vez se ponga a edificar un Estado en serio, próspero y feliz, en lugar de mantener una beligerancia tan criminal como inútil? A propósito, es pertinente subrayar que si todavía no hay un Estado palestino, ya no es por culpa de Israel, sino de Yasser Arafat, que pateó groseramente los acuerdos de Camp David II en lugar de recibir las generosas concesiones que ni siquiera Yitzhak Rabin hubiera aflojado. ¡Basta de engañar al mundo con hipócritas posturas de víctima! ¿A esos conductores no les cabe ninguna responsabilidad por el dolor, el odio y la frustración de su gente?
Supongo que datos semejantes deben retorcer las vísceras de los musulmanes sensibles al destino de sus hermanos. Son ellos los que no pueden aceptar que su fe se asocie con el crimen y el disparate, los que saben que no hay guerra contra el islam sino contra bandas de asesinos que manipulan su religión sin ponerse colorados.
Ojalá el mundo emerja más sabio de la dura experiencia en curso. Y que se cumplan al menos tres tareas: fomentar la democracia en todos los países, porque en democracia es más fácil corregir injusticias y desvaríos; auditar el destino de la ayuda internacional para que redunde en beneficio de los pueblos y no en el engorde de sus dirigentes corruptos, y eliminar el uso y abuso de la religión para asuntos que nada tienen que ver con ella.
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