Occidente se equivoca con Putin
Los conflictos geopolíticos tienden a repetirse. La situación en Ucrania tiene todos los ingredientes constitutivos de la vieja máxima.
Rusia, con su inmensa geografía, sus gigantescas reservas energéticas y su veto en el Consejo de Seguridad, es una realidad geopolítica insoslayable. Su historia enseña que, desde los tiempos de los zares, se ve a sí misma como un vasto territorio sometido al real o potencial ataque de fuerzas extranjeras. Convicción que se ha visto reafirmada, en los últimos dos siglos, al menos dos veces: con la invasión napoleónica de 1812 y la de la Alemania nazi en 1941. De ahí que, para Rusia, controlar el territorio y la zona de influencia sea algo más que una política de Estado: es un imperativo categórico. Por eso, un hombre como Gorbachov, protagonista de una curiosidad histórica como fue el abandono ruso de Europa del Este en los años 80, es admirado en Occidente, pero detestado en su país.
En Ucrania conviven dos realidades. El sur y el este del país son prorrusos, mientras que el oeste ansía ser admitido en la Unión Europea y sueña con integrar la OTAN. Pero, además, Ucrania es parte esencial del espacio ex soviético. George Kennan, el autor de la doctrina de la contención a la URSS, reconoció en American Diplomacy (1951) que "Ucrania, económicamente, es parte de Rusia, así como Pennsylvania es parte de los Estados Unidos", y advirtió que los países de la zona de influencia de Moscú no lograrían un marco de estabilidad y un futuro promisorio si partían del error de proceder con sentimientos de revancha y odio respecto del pueblo ruso. Kennan recomendó entonces una política de "contención" de la vocación expansionista del Kremlin, reconociendo que éste sólo veía "vasallos o enemigos" en la frontera.
A fines de 2013, el entonces presidente ucraniano Victor Yanukovich anunció que cancelaría las negociaciones tendientes a la firma de un acuerdo con la Unión Europea y a cambio propuso estrechar los vínculos con Moscú. De inmediato, se levantó la parte occidental del país y el Parlamento destituyó a Yanukovich. La crisis en Kiev aceleró los procesos independentistas en Crimea y en las regiones separatistas del este del país. En el centro del conflicto estaba la estratégica base de la Flota del Mar Negro de la armada rusa, territorio cedido a Ucrania en 1954 en una de las decisiones más polémicas de Nikita Kruschev, quien, además, era ucraniano. Entonces, las consecuencias no fueron inmediatas, dado que ambas repúblicas eran integrantes de la Unión Soviética, pero la cuestión de Crimea se transformaría indudablemente en una asignatura que tarde o temprano estallaría. En marzo del año pasado, un referéndum determinó que el 97% de la población crimea optó por la anexión a Rusia. No obstante, Occidente calificó la decisión de Moscú como una grave violación de la integridad territorial de Ucrania y convirtió al presidente ruso Vladimir Putin en el villano perfecto.
Imprudentemente, después de la caída del Muro de Berlín y la disolución del imperio soviético, una ola de optimismo exagerado y sin bases firmes recorrió el mundo. La noción de que las ideologías habían muerto y que el globo marchaba a un único modelo de desarrollo político y económico -la democracia capitalista- inundó la mente de los gobiernos, la prensa y la intelectualidad occidental. Olvidando las reglas profundas de la historia, la OTAN comenzó un audaz proceso de ampliación que convirtió en miembros de la alianza atlántica a la casi totalidad de los ex integrantes del Pacto de Varsovia. En 1990, el secretario de Estado James Baker había prometido a Gorbachov que la membresía de una Alemania unificada en la OTAN no significaría una extensión de la alianza. Occidente incumplió sus promesas y una Rusia debilitada asistió a esta humillación. Pensar que dichas acciones serían gratuitas implicó una dosis de ingenuidad que bordeaba la irresponsabilidad.
Después de la disolución de la URSS -calificada en 2005 por Putin como el mayor error geopolítico del siglo XX-, Occidente ha optado por un camino errático, contraproducente y riesgoso. Perdió la oportunidad, además, de construir una agenda de cooperación con Putin cuando quien hoy es visto como la "bestia negra" del sistema internacional ofreció muestras cabales de prooccidentalismo, como cuando, desafiado al establishment militar y de seguridad, resolvió el cierre de las bases rusas de Cuba y Vietnam en el año 2000, dos reliquias de la Guerra Fría, o cuando en septiembre del año siguiente fue el primer presidente en dar su apoyo a su par norteamericano George Bush después de los atentados masivos en Nueva York y Washington.
Occidente primero optó por ignorar a Rusia, luego por demonizarla, para terminar arrinconándola y conseguir los objetivos contrarios a los buscados: el Kremlin reforzó alianzas con países vistos con inquietud por sus amenazas a la seguridad mundial, como Siria o Irán.
La experiencia indica que los intereses de largo plazo de Occidente se defienden con mayor intensidad cuando se aplican políticas que respetan la idiosincracia y la cultura de otros países y regiones, y no cuando se pretende imponer un modelo político por la fuerza. La seguridad y la paz mundial podrían dar un gran paso si los líderes occidentales favorecieran una Ucrania neutral que funcione como puente entre Rusia y Occidente, olvidando integrar la Unión Europea y la OTAN a los efectos de evitar inconducentes provocaciones a su gigante vecino.
Los dirigentes políticos adquieren estatura de estadistas cuando logran maniobrar, en pos de intereses de largo plazo, las políticas coyunturales dentro de un contexto que no eligen y que está regido por las inexorables reglas de la historia.