Obama y Romney, el factor debate
La discusión de los candidatos presidenciales ante las cámaras es un rito obligado de la política norteamericana, que celebra así su tradicional bipartidismo. Pero su impacto en los votantes es limitado y no vaticina el resultado del comicio
Concluidos los debates presidenciales, la campaña electoral en los Estados Unidos está en la recta final. No habrá eventos unificadores que convoquen la atención simultánea de millones de votantes. Solo restan el huracán de publicidad y las visitas constantes de los candidatos a los estados donde, según las encuestas, no hay tendencia clara a favor de uno u otro. La mayoría de las encuestas nacionales muestran un empate técnico, pero la matemática del colegio electoral da una leve ventaja al presidente Obama. Aun perdiendo en estados numéricamente importantes como Florida, Obama tiene chances de alcanzar los 270 votos necesarios para ser reelegido. Sin embargo, la tendencia en alza de Romney, incluso en estados donde Obama tenía una diferencia apreciable hasta hace días, es el principal problema para los demócratas.
Los debates son danzas finamente coreografiadas que colocan al presidente en pie de igualdad frente a un opositor (ante las críticas de los partidos no invitados). Aunque sus organizadores los presentan como una oportunidad para tener una "conversación" entre candidatos y ciudadanos, son en verdad desfiladeros retóricos donde se puede perder mucho con deslices verbales o gestos inadecuados. De ahí que los candidatos sean cautelosos sobre temas y posiciones y hablen sobre lo que quieren y no necesariamente sobre lo que se les pregunta. Más que una panorámica, los debates ofrecen una foto de carnet que deja temas vitales fuera de cuadro, ya sea porque se asume que no son de interés del público "indeciso" o porque colocan a los candidatos en terrenos pantanosos.
El debate sobre política internacional ofreció un mapamundi encogido. Se focalizó en la estrategia norteamericana frente a Irán, el amor por Israel de ambos candidatos y la incierta situación en la "primavera árabe". Ignoró Europa, Asia (menos China), África y América latina. No se mencionaron el cambio climático, la crisis económica, la cuestión palestina, los desafíos energéticos ni otros temas críticos. El debate confirmó que demócratas y republicanos rara vez difieren sustancialmente sobre el rol de Estados Unidos en el mundo y que no hay una visión geopolítica comprensiva, sino posiciones sobre temas específicos en parte disparados por sucesos recientes, como la guerra en Libia.
Sobre cuestiones domésticas hay diferencias importantes en un abanico de temas (salud, empleo, gasto fiscal, derechos reproductivos, impuestos, el impacto del salvataje económico) que fueron discutidos con inusual agresividad. Sin embargo, ningún candidato brindó detalles sobre sus propuestas frente al desempleo o aclaró las contradicciones de sus recetas frente al déficit fiscal. En un debate televisado sería un suicidio político hablar honestamente sobre estos temas. Ambos candidatos tuvieron objetivos limitados: mientras que Romney presentó a Obama como un presidente que tuvo su oportunidad, pero no resolvió la crisis económica, Obama pintó a Romney como una persona sin ideas o convicciones sólidas. Entre estos cruces, brillaron por su ausencia temas como el sistema educativo, la pobreza, la desigualdad de derechos civiles, la violencia y las armas, la nociva influencia del dinero en la política, la inmigración, los proyectos de energía alternativa y los derechos laborales.
Los periodistas que oficiaron de moderadores de los debates no hicieron preguntas difíciles, no cuestionaron afirmaciones endebles ni interrogaron los bruscos giros de 180 grados de Romney. Más bien, fueron policías de tránsito del flujo de preguntas, y cronometristas con asientos privilegiados. Los candidatos tuvieron carta blanca para ignorar preguntas, desviar la atención y cambiar de posición, como hizo Romney en su hábil movida hacia el centro político. En una sociedad políticamente polarizada, con una legión de medios, blogueros y tuiteros listos para el ataque, ningún periodista quiere quedar crucificado si pone a un candidato en aprietos.
Aunque los debates generan frases memorables, infinitas especulaciones y tráfico vertiginoso en las redes digitales, no hay conclusiones categóricas sobre su impacto. Como sucede con otros temas de comunicación política, los analistas ven lo que quieren ver; seleccionan información que confirma sus creencias. Si Obama gana, se dirá que su buena performance en los dos últimos debates ayudó a consolidar sus chances. Si Romney triunfa, se anunciará que su desempeño en el primer debate, cuando eclipsó a un Obama anémico y anodino, revirtió la tendencia negativa y lo catapultó a la presidencia.
No podemos confirmar ningún argumento por la sencilla razón de que no se sabe exactamente quién mira los debates. Hay evidencia de que los debates afectan principalmente a dos grupos relativamente pequeños del electorado. Por una parte, motivan a la base de los partidos a participar en la campaña en el trabajo puerta a puerta, solicitar donaciones y movilizar mediante llamadas telefónicas. A pesar de la política mediatizada, la movilización local y la comunicación interpersonal continúan siendo fundamentales, particularmente en estados donde la tendencia de voto señala diferencias mínimas entre los candidatos. Unos miles o cientos de votos, como ocurrió en elecciones pasadas, pueden significar la diferencia entre el triunfo o la derrota.
Por otra parte, los debates tienen impacto entre quienes tienen poca información sobre la política y deciden su voto en las últimas semanas. Estos votantes expresan que los debates ayudan a conocer las posiciones de los candidatos y tener un semblante sobre su comportamiento, actitudes y valores. Sabemos que, más que el debate mismo, lo que influye es el torrente posterior de opiniones que dan claves de interpretación de las candidaturas. Hoy en día, con el ruido incesante en Twitter y otras plataformas, este ejercicio de persuasión es simultáneo a los debates.
A pesar de este impacto, los efectos son mínimos, ya que están limitados por preferencias y creencias prexistentes. Puesto que el impacto es principalmente entre ciudadanos sin convicciones políticas firmes, proclives a cambiar de actitud rápidamente, los efectos pueden ser temporarios. Los comités de campaña potencian los pasos en falso del candidato rival y lanzan ráfagas millonarias de publicidad negativa para modificar opiniones débiles, en la que será la campaña presidencial más cara de la historia estadounidense. Las tendencias en las encuestas y la temperatura electoral del momento pueden ser decisivas en cambiar votos entre quienes no están decididos o tienen información superficial sobre los candidatos.
Aunque su impacto electoral es mínimo, los debates son citas obligadas que celebran el bipartidismo de la política norteamericana. Son rituales de transición simbólica, momentos inevitables de una política dominada por reglas y expectativas sociales que definen estrechamente el significado de ser candidato, desde la elocuencia retórica hasta la imagen "presidencialista".
Pero el desempeño individual en los debates no vaticina el resultado final. De hecho, hay otros indicadores más confiables para predecir el futuro de las elecciones, como la marcha de la economía, las apuestas electorales y la venta de máscaras de los candidatos en Halloween. Sin embargo, los debates apuntalan tendencias de voto que pueden ser decisivas en una elección de final cerrado.
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