O goleemos con gloria a morir
Nada como la pasión del fútbol para volver a cantar el Himno con la emoción de sentirnos parte de algo en común, aunque sea por poco tiempo
Hay un destello bélico que parece reactivarse al máximo cada cuatro años, que es precisamente cuando el himno vuelve a ser lo que alguna vez fue: nosotros ante el resto del mundo.
Es así, el Mundial saca a pasear a nuestro nacionalista interior y el clímax se alcanza a la hora de cantar el himno. Pero no todos los países tienen esa misma relación con su canción nacional ni depositan semejante nivel de intensidad al cantarla en un evento deportivo.
Marcos Rojo masca un chicle, el estadio es un solo y enorme "Ooooh" que acompaña la melodía por la que, dicen algunos, el catalán Blas Parera cobró míseros 200 pesos y –más que a definir contra Bélgica su paso al próximo círculo del Mundial– parecería ser que en el desempeño de nuestra selección se juega nuestro destino como país. "¡Explota el Maracaná!", declama conmovido el relator oficial. "¿Hay algo más emocionante que escuchar el Himno Nacional aquí, en Brasil?", se pregunta. Lo curioso es que lo único que se escuchó hasta allí (mientras en las tribunas todo era un gran pogo blanco y celeste, con revoleo de banderas y gorros de tres picos, y panzas al aire) fue sólo la introducción de nuestra canción patria. La parte que es sólo melodía, digamos. La más democrática de todas. La única, a fin de cuentas, que se puede tararear (algo ideal para los que vienen flojitos de memoria) y que no requiere recordar todas esas frases-pavana de Vicente López y Planes, como "oíd", "mortales" y "grito sagrado". Con todo, nada como el Himno (así sea tarareado y masticado como éste) para disparar nuestro más infalible reflejo Pavlov: nos ponemos de pie, descruzamos los brazos y (a menos que seamos Marcos Rojo, claro) dejamos de masticar como nos indicaban las señoritas en la escuela. Porque el Himno era eso, ese montón de rituales aprendidos, de palabras extrañas, de frases cantadas sin entender lo que decían (recuerdo haber cantado "Vedel trono", como si tal cosa) y de algo parecido a la comunidad flotando en el aire. El Himno era eso: una que sabíamos todos. Que nos volvía, siempre, partes de lo mismo. De una cosa más grande que todavía éramos demasiado chicos para entender, pero que –con el tiempo– se llamaría Patria. O infancia, que es lo mismo.
Los brasileños de la verdeamarela cantan cruzando los brazos a la altura de los hombros como formando un escudo, algunos a los gritos y otros con los ojos cerrados, casi en trance. Los colombianos cantan con la mano sobre el corazón. Los peruanos, igual: mano en el pecho, ojos cerrados, recuerdo en el aire. Y lo curioso es que –casi sin excepciones– todos cantan lo mismo: la libertad, la patria, el pecho, el opresor, la muerte como tributo final. "O juremos con gloria morir", coreamos nosotros. "Orientales, la patria o la tumba", dice Uruguay. "Libertad, estamos listos para morir", canta Brasil. La historia encerrada en cada himno de la Tierra es la misma: un pueblo alzándose contra la tiranía en el "día de gloria", como dice La Marsellesa. ¿Y quién podría no estar de acuerdo con eso? Pero si en la genealogía de cada canción nacional hay mucho de grito de combate, no menos cierto es que hoy todas esas promesas de venganza y amenazas al opresor lucen como sables oxidados. O no. Más de una vez, durante la dictadura uruguaya, cantar el himno fue una forma de resistencia y aquí, en la Argentina, cantar "Oíd, mortales" en medio de un desalojo violento o en plena represión fue también un modo de unir las luchas de la independencia con otras luchas más de estos días.
Tal vez, sólo tal vez, ese césped rayado del Maracaná o del Mineirao sea lo más parecido a un campo de batalla que podamos conseguir por estos días. Véase, si no, el tuit del Chino Navarro al final de México: "¡En el fútbol también mandan los poderosos! Hoy se cargaron a México. Por eso cada día que pasa banco más a Maradona", anotó. El fútbol vuelto gesta libertadora latinoamericana. Y toda una galaxia de pelotas, con nuestras selecciones nacionales como una versión de los ejércitos idos, y con cada himno entonado a modo de haka maorí: algo para infundir miedo en el rival, pero también para levantar el ánimo de la "tropa" en botines. ¿Por qué? Porque como bien lo consigna Pablo Alabarces en su libro Patria y fútbol , entre himno y cantito de tribuna puede que la diferencia sea sólo una cuestión de dimensión. En el fondo, los sentimientos, los recuerdos, toda la carga emocional que se despliega en cada nuevo partido-combate habla en realidad de algo que está allí, como en suspenso, y que estalla en forma de grito y vuvuzela gigante con cada nuevo Mundial. Una fuerza soterrada y tribal que emerge, no bien puede, convertida en alarido, en cábala, en multitud, en salto y cántico a mil voces.
Un "nosotros" rarísimo ha sido liberado por obra y gracia de la FIFA. Un "nosotros" lleno de costurones, de remiendos, y aprovechado hasta el asco para vender desde televisores de mil pulgadas hasta rollos de cocina. Ahí están, para los escépticos, los comerciales que por estas horas son una mezcla milagrosa de patrioterismo y cornetas, de escarapela, bandera y vincha. El Mundial como un ritual de pasaje del yo al nosotros, del cantito de mi equipo al Himno que –aunque sólo sea por un rato– neutraliza toda parcialidad. "El Mundial es una tregua", comenta al respecto Omar Di Nardo, de la agencia Young & Rubicam. "Pero no sólo en el fútbol sino en los gastos personales, en las limitaciones diarias, en la falta de trabajo, en la bronca acumulada, en la política, en la discriminación, en los malos sueldos, en todo. Ojo: después nos vamos a seguir insultando, pero por ahora al menos, es el Mundial así que no me molestes, quiero que gane Argentina y "¡Vamos, carajo!", como grita el aviso de Quilmes".
El fútbol (mundialista, se entiende) y el Himno se parecen en eso: en su extraordinaria capacidad aglutinante. Ese día, ni radicales ni peronistas: mundialistas. Esos días, ese mes de tiempo fuera del tiempo en donde hasta las escuelas se paralizan para que alumnos y maestros celebren el rito del pelotazo, ni oposición ni kirchneristas: messistas. Es entonces cuando todos conseguimos la figurita más difícil, una suerte de todos unidos triunfaremos en 3D que nos hermana por un rato con ese mismo al que, hasta ayer no más, no nos hubiéramos acercado por temor a que nos asalte, sea "de la opo" o huela a K. Ya lo dijo el comercial de televisión por cable: tal vez la Argentina sea eso que nos pasa cada cuatro años. Ese abrazo masivo que dura exactos noventa minutos. O un poco más, si vamos a penales.
Pero mientras dura, ay, mientras dura. Hasta para los que no somos precisamente fanáticos del fútbol ni mucho menos, siempre habrá algo –un gol, el festejo de un gol, un beso a cámara, un agradecimiento al cielo y a quién sabe quién qué cosa– capaz de tocar zonas del corazón desconocidas hasta para uno mismo. Porque lo real es que –con el cerebro prendido y no empantanado en el "modo Mundial"– el montaje en esa escena de la familia perfecta se nota a simple vista. Adriana Amado, docente universitaria e investigadora en opinión pública, admite de hecho que por estas horas (dado su desdén por el fútbol) se ha convertido en una suerte de "muerto civil" que no sabe bien dónde acomodarse cuando juega la Argentina y el remoquete de "apátrida" la sobrevuela por no gritar hasta la ronquera el talento de un Di María. Tal vez esa distancia le permite ver que "el Mundial no es otra cosa que el último de nuestros exorcismos colectivos. Exorcizamos la soledad y también conjuramos los fantasmas del Estado nación, otra idea decimonónica que desempolvamos cada cuatro años y saltamos todos juntos. Porque no olvidemos que, detrás de ese barniz nacionalista no hay otra cosa que la industria cultural más poderosa, que es el fútbol. Pero como se lo disimula con banderas y cantitos, está todo bien".
El punto tal vez sea ése: que la razón no cuenta en estos casos. Que cuando se canta el Himno es como si se rezara en voz alta una plegaria antigua y sobre cuyos poderes tenemos nuestras serias dudas. Pero necesitamos creer y ahí vamos, con los ojos cerrados y la razón en pausa. A por un milagro más. Que Dios y el Papa son argentinos. Y el Messías también, qué tanto.