Nulidad constitucional de la ley del aborto
La reforma de 1994 incorporó a la Constitución, en su artículo 75, inciso 22, una serie de tratados de derechos humanos (DDHH) a los que asignó jerarquía constitucional. Tal equiparación no fue dispuesta de modo incondicionado; la Asamblea Constituyente la sujetó a ciertas calificaciones jurídicas.
Así, los tratados de DDHH tienen jerarquía constitucional: 1) en las condiciones de su vigencia; 2) no derogan ningún artículo de la primera parte de la Constitución y; 3) lo más innovador, el Poder Ejecutivo se encuentra facultado a denunciar estos tratados, con la aprobación previa de las dos terceras partes de los miembros de cada cámara del Congreso. Las referidas calificaciones fueron previstas teniendo en mira dos temas controvertidos: la pena de muerte y el aborto. Ambas cuestiones habían integrado la agenda del entonces presidente Menem, que se oponía a la despenalización del aborto e impulsaba la pena de muerte para ciertos delitos aberrantes.
En el caso de la pena de muerte, y con el objeto de no obstar a su reinstauración, si bien se incorporó el Pacto de San José de Costa Rica -cuyo art. 4 la prohíbe-, se estableció que los tratados de DDHH no derogan “artículo alguno de la primera parte” de la ley suprema. De tal modo, se conservó inalterable al art. 18 de la Constitución, que prohíbe la pena de muerte por causas políticas, pero no para otro tipo de delitos.
En el caso del aborto, con el objeto de impedir su despenalización o legalización, se incorporó la Convención sobre los Derechos del Niño (la “Convención”) “en las condiciones de su vigencia”.
De tal modo, pasaron a formar parte de la Constitución tres contenidos inescindibles de dicha Convención: a) el concepto de niño, conforme la declaración interpretativa argentina: “todo ser humano desde el momento de la concepción y hasta los 18 años”; b) el derecho intrínseco a la vida (art. 6.1.) que posee el niño desde la concepción y; c) la obligación del estado de garantizar “en la máxima medida posible la supervivencia y el desarrollo del niño” (art. 6.2.), también desde la concepción.
Ahora bien, el constituyente dispuso que la jerarquía constitucional de estos tratados, incorporados con las calificaciones antes referidas, podían modificarse por el legislador ordinario. El Congreso fue habilitado constitucionalmente a legislar la despenalización o legalización del aborto y la pena de muerte, siempre que tales leyes se aprobaran con las mayorías especiales del art. 75, inc. 22, segundo párrafo in fine, de la Constitución: dos tercios de la totalidad de los miembros de cada cámara del Congreso. En la Cámara de Diputados esa mayoría es de 172 votos, en el Senado es de 48.
La finalidad de esta previsión resulta clara: el constituyente quiso que eventuales reformas a los contenidos constitucionales de los tratados de DDHH (despenalización del aborto, instauración de la pena de muerte) surgieran de un amplio consenso político, nunca de mayorías agónicas. Y es que, en rigor, se trata del ejercicio por el Congreso de verdadero poder constituyente. Estas previsiones indican también que, en estas dos cuestiones, la asamblea del ’94 no consideraba vinculantes -de ningún modo- las opiniones de los órganos internacionales de aplicación de los tratados; optó por la primacía del principio de soberanía nacional (art. 27 de la Constitución).
La ley aprobada por el Congreso, en sus arts. 1, 2, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 11, 12, 13, 14, 15 y 18, entra en franca contradicción con la Constitución respecto de: (i) el concepto de niño; (ii) su derecho a la vida desde la concepción -no desde la semana 14- y; (iii) la obligación imperativa del estado de garantizar ese derecho, en la máxima medida posible, desde la concepción -no desde la semana 14- y durante todo el embarazo –conforme, también, el art. 75 inc. 23 de la Constitución-.
La ley, de modo opuesto a la Constitución, coloca la vida del niño completamente en manos de la madre, que puede aniquilarla libremente hasta la semana 14 y, bajo amplias causales -de mera invocación- hasta el noveno mes de embarazo. Conforme la ley, el estado argentino, lejos de garantizar la vida del niño desde la concepción y durante el embarazo, coopera con la madre con voluntad de “interrumpirlo”. Esto fue señalado de modo abierto por los defensores de la ley, que apelaban al “poder de decisión” que adquirirían las mujeres. El niño nonato esta jurídicamente borrado de la ley; jamás se lo menciona, pese a su categoría preeminente de persona humana especialmente tutelada por la reforma constitucional del ’94.
La ley fue sancionada con los votos positivos de 117 diputados y 39 senadores. No cumplió con las mayorías especiales que, textualmente, exige la Constitución para su aprobación válida. En consecuencia, deviene en rígidamente nula, por el vicio constitucional ostensible que padeció su trámite legislativo. Ninguna vigencia, ni acatamiento, puede merecer una ley sancionada en violación manifiesta de normas expresas de la Constitución sobre las mayorías con que debía aprobarse.
Finalmente, debe señalarse que la reforma del ’94 estableció el respeto de la vida desde la concepción como corolario de un proceso previo del constitucionalismo provincial. Trece constituciones provinciales la protegen de modo expreso. La nulidad de la ley sancionada, sumado a la ruptura del pacto constitucional del año ’94 que implica, autoriza a los gobernadores a abstenerse de aplicarla; son agentes del gobierno federal para hacer cumplir la Constitución, no para violarla. Y es que, entre Constitución y gobierno federal, los gobernadores deben optar siempre por la primera, evitando aplicar leyes manifiestamente nulas e inconstitucionales, que pretenden imponer quienes transitoriamente ocupan el poder.
Abogado, especialista en derecho constitucional y tributario, y Vocal del Tribunal Fiscal de la Nación