Nueve Reinas: “Yo no dije cheque”
La película de Fabián Bielinsky volvió al cine después de veinticuatro años para demostrar que no es un policial, ni un thriller ni una constumbrista argentina; entonces, ¿de qué va?
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Sí, dijiste cheque. Y sí, Nueve Reinas lo hizo de nuevo: a veinticuatro años de su estreno, la película donde Marcos y Juan pateaban la calle entre estafas y frases memorables volvió para revelar el engaño que estuvo tanto tiempo escondido.
Por esas cosas del destino y de la magia argentina, su reposición en el cine coincide con una crisis económica y social. Su debut había sido, justamente, en la antesala de lo que fue la salida del menemismo y su regreso es, casualmente, en el medio de un baile similar. Ahora está en 4K. Eso quiere decir que se distinguen otros colores -quizás los originales, quién puede saberlo-, se escucha mejor y se permite apreciar que aunque el tiempo pasó la calle siempre será la calle.
Y curiosamente, esta película donde todo el mundo engaña, tiene otro truco detrás: Nueve Reinas no es un thriller, no es un policial, no es un drama ni tampoco una película costumbrista. Nueve Reinas es una comedia y la gente lo entiende desde el primer minuto. “Cranchi, elaborado en Grecia; este país se va a la mierda”, dice Ricardo Darín y el cine se viene abajo. La frase fue dicha hace más de dos décadas y hoy en día refresca, como nunca, la idea de que el país vive en un constante espiral hacia el abismo, aunque sin perder el humor.
Así, todo el tiempo el espectador disfruta de las triquiñuelas de estos dos estafadores del microcentro a pura risa, porque sabe que nadie sale herido y que al fin y al cabo se mueven en un circuito que queda entre ellos. Ya lo había dicho el director, Fabián Bielinsky, en una nota con LA NACION el 30 de agosto de 2000: “Si se trata de un estafador que engaña a jubilados con un plan de vivienda, la gente se indigna tanto como si se tratara de un robo a mano armada. Pero en la estafa callejera en la que el botín son dos mangos y donde el delincuente exhibe una gran habilidad para el engaño, la reacción es muy distinta. En esas condiciones, quitarle una pequeña suma de dinero a un sujeto, sin hacerlo sufrir, genera una cierta admiración”. Y eso mismo dice Darín en la película: “Yo no mato a nadie, no ando de caño, eso lo puede hacer cualquier pelotudo”.
De esta forma, dado ese código donde nadie sale herido y donde todos hablan el lenguaje de la estafa, el público se presta a la complicidad. ¿De qué se ríe puntualmente? De la picardía nacional.
Es divertido porque no hay gran tecnología, ni trucos de cámara ni post producción millonaria. No son George Clooney y Brad Pitt en Las Vegas, con toda la maquinaria de Hollywood atrás. No, son Darín y Gastón Pauls (hasta entonces galán de novelas) filmando por asalto en Retiro, el microcentro y calle Corrientes a la órdenes de un director novel.
Es divertido porque Ricardo Darín tiene una barba candado que te estafa por sí sola y está vestido con el traje ¿gris, verde musgo? más feo de todos los tiempos.
Es divertido porque Gastón Pauls es vivo -pero más o menos- y parece que eligió el trabajo equivocado por tanto dilema ético que tiene (“Vos querés la guita, pero no querés mancharte las manos”, le recrimina Darín).
Y es divertido porque refleja una vieja pregunta popular de aquellos que se mueven en situaciones poco claras: ¿la mía está? “Solo si se hace”, se ataja Darín una y otra vez. Y no hay una escena donde alguien no se tire al lance para ver si saca algo, desde la dueña de las Nueve Reinas en el Kavanagh hasta el experto en filatelia que reclama su parte. Tiene tantas ganas de que le den lo suyo que lo cansa a Darín: “¿Será posible, carajo? ¿En todos lados será así? Estamos jodidos”. Y sí, los años pasan, las mañas quedan. Solo se puede reír.