El incidente que vivió el crack uruguayo Edinson Cavani, que fue multado y debió pedir disculpas públicas por haber llamado cariñosamente "negrito" a un amigo en Instagram, puso en el centro del debate la llamada cultura de la cancelación
"El mensaje que publiqué después del partido del domingo tenía la intención de ser un saludo afectuoso para un amigo, agradeciéndole sus felicitaciones tras el partido. Lo último que quería hacer era ofender a alguien, me opongo completamente al racismo y eliminé el mensaje tan pronto como se explicó que se puede interpretar de manera diferente. Me gustaría disculparme sinceramente por esto". El 30 de noviembre de 2020, el futbolista uruguayo Edinson Cavani publicó esta disculpa pública (en inglés y español) en Instagram, una red social con más de mil millones de usuarios. Fue como si el implacable delantero del Manchester United rindiera cuentas ante un público que triplica la población de Estados Unidos. No alcanzó: Cavani fue sancionado por la Federación Inglesa de Fútbol (FA) a una pena de 100.000 libras, suspensión por tres partidos y asistencia obligatoria a un curso sobre racismo.
El episodio suscitado por el posteo de Cavani posando con su amigo @pablofer2222 es conocido y marca un punto de inflexión para el neopuritanismo anglo, que ha puesto en revisión a varios clásicos de la cultura occidental (de las modelos polinesias de Gauguin a descubrimientos racistas en Shakespeare) y en estado de "cancelación" a creadores cuya obra define el paisaje de la modernidad tardía como, por ejemplo, Woody Allen.
El día anterior a que Cavani tuviera que salir a disculparse, su amigo uruguayo había posteado una "historia" de Instagram, publicaciones efímeras que evitan la taxidermia del presente, en la que se veía al goleador nacido en Salto en 1987 en la posición de un arquero a punto de disparar una flecha luego de su conquista frente al Southhampton. No un arquero celta del medioevo, por cierto, sino más bien una réplica contemporánea de un indio charrúa en pose de combate. Cavani, como suelen hacer los millones de usuarios de la red cuando se los menciona en una "historia", contestó la postal digital y urgente de @pablofer2222 con un sencillo "Gracias negrito". Y sobrevino el castigo ejemplificador. ¿De qué?
Es probable que si Cavani hubiera convertido para el Danubio Fútbol Club de Montevideo este episodio hubiera pasado inadvertido. Por dos razones. La primera tiene que ver con el reparto geopolítico del poder económico en el fútbol. Cada movimiento de Cavani desde que se convirtió en el máximo goleador del Paris Saint Germain es seguido en Uruguay como una reafirmación identitaria para un país que hizo de la emigración parte de su idiosincrasia (darle play a "Los Olímpicos", Jaime Roos, 1981). Cavani, como los 591 futbolistas no ingleses (el 60%) que engrosaron la Premier League desde 1992, forma parte de esa legión extranjera de sudamericanos, africanos, asiáticos o europeos nacionalizados de países del mundo pobre que reciben un tratamiento VIP dentro del flujo migratorio que amenaza con desestabilizar la estructura socioeconómica de Europa. Entonces es uruguayo, pero su residencia de espectacularización global tiene sede en el Reino Unido (se podría decir, sí, que su cuenta de Instagram está en el ciberespacio; en el ciberespacio inglés).
La segunda razón por la que la respuesta afectuosa de Cavani (celebrada el domingo con una avioneta alquilada que se paseó por Punta del Este con el cartel "Gracias negrito") hubiera pasado de largo en el Cono Sur es cultural. El vocativo "negro" solo es usado con desprecio como preludio de un insulto o de una acción violenta (los rugbiers que se cargaron la vida de Fernando Baéz Sosa en Villa Gesell hace un año) en ciudades como Rosario, Córdoba, Buenos Aires o Montevideo, donde forma parte del léxico diario sin el menor atisbo de ofensa. Qué decir de Uruguay, cuya comunidad negra o afrodescendiente está mucho más integrada en la cultura y la marca país que en la Argentina (ver la obra entera del pintor Pedro Figari). ¿Acaso deberíamos ir y revisar por qué tanto un humorista como Roberto Fontanarrosa; un cantante y percusionista como Rubén Rada o un ícono del folclore latinoamericano como Mercedes Sosa se conocen por Negro y Negra?
Sociedad transparente
Por supuesto que no. Como lo puso la Academia Nacional de Letras de Uruguay en una respuesta clara y al hueso a la FA. "Las referencias a cualidades físicas, morales o personales de otras personas son empleadas en todas las lenguas del mundo para la creación de vocativos, esto es, expresiones para tratar a otros [...]. Igualmente inadecuado sería que esta Academia pretendiera sancionar a algunos grupos de hablantes rioplatenses que emplean en las redes sociales los vocativos rey y reina invocando una pretensión monárquica que el Río de la Plata abandonó hace años".
El ámbito digital en el que Cavani se expresó es también parte del síntoma. Una comunicación telefónica larga distancia (¡tecnoanacronismo!) con su amigo hubiera quedado reservada a ese diálogo, excepto que el crack uruguayo tuviera su línea pinchada. La felicitación vía Instagram sucede en un espacio donde la distinción entre la vida privada y la pública ha sido abolida. Como explica Byung- Chul Han en La sociedad de la transparencia, el mundo tiende a la hipervisibilidad, un espacio sin secretos ni misterios ocultos. "Cada sujeto es su propio objeto de publicidad. Todo se mide en un su valor de exposición. La sociedad expuesta es una sociedad pornográfica", lo cita Carlos Scolari (autor de Cultura snack y Media Evolution, entre otros libros), especialista en medios de la Universidad Pompeu Fabra en su blog Hipermediaciones. Así, la sanción a Cavani revela ese lugar de objeto de publicidad cuyo mensaje resultó inconveniente para una sensibilidad ambiente que llevó a que la idea de corrección política pasara de ser un consenso de acuerdos para un trato más igualitario a una suerte de dogma punitivista, tan riguroso como el conservadurismo duro al que se buscaba dejar atrás. "Fue una decisión burda e imperialista", dice Scolari. "Pero hay que entender que al disolverse la barrera entre lo que es público y privado el juego interpretativo se amplía desde diferentes entornos culturales".
La FA inglesa, entonces, puso en el Google Translator 2.0 (corregido y aumentado bajo esta sensibilidad urticante) la palabra "negrito" y le dio como resultado un inequívoco "nigger". Que es el modo en el que los colonos europeos en lo que hoy es Estados Unidos han estado refiriéndose a las poblaciones de origen africano desde el siglo XVII con las variantes neger y neggar, todas derivadas del latín niger de donde vienen el español negro y el francés nègre. El uso común de nigger se hace más manifiesto en el siglo XIX y deja rastro en la literatura de Conrad, Dickens y Twain, aunque nunca usado como insulto sino como ejemplo de lenguaje coloquial. En el autobiográfico Vida en el Misisipi (1883), Twain, sin embargo, ya hacía una distinción: lo ponía entrecomillado, indicando un uso reportado mientras se reservaba black para la primera persona del narrador. A partir de 1900 el uso de nigger de un blanco hacia un negro resulta una indudable muestra de racismo. Para la época en que los intereses de la contracultura y el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos convergieron contra el statu quo, Sly Stone sacudía el escenario de Woodstock con una proclama funk que llamaba a reconstituir la matriz del inglés (norte)americano desarrollado a la ominosa sombra del esclavismo y la segregación: "Don't call me nigger, whitey/ don't call me whitey, nigger" ("No me llames negro, blanquito/ No me llames blanquito, negro"). Los hijos culturales de Sly Stone se reapropiaron el insulto y lo convirtieron en los años 90 en nigga, una forma-código de autoafirmación. Práctica que es muy común en la cultura del fútbol, donde el término despectivo del rival ("bostero", "quemero") es asumido y reelaborado como identidad propia.
Tras el asesinato brutal de George Floyd en Minneapolis en mayo de 2020, la Premier League, que se juega en Inglaterra pero es vista por 3200 millones de espectadores en todo el planeta, envió un mensaje muy claro. Sus jugadores, un tercio de ellos afrodescendientes, hincan la rodilla en la posición fatal de Floyd antes de morir. Así convierten el comienzo de cada juego en un memorial vivo que parece coreografiado por Rodin. El mismo uruguayo ("sudaca" para el racismo español) Cavani debe integrarse al ritual inspirado por el movimiento Black Lives Matter, aunque se le prohíba hablar en su propia lengua y se le imponga un curso de racismo como quien era enviado a un campo de reeducación en la China maoísta. ¿Qué es lo que tiene que aprender Cavani acerca de convivir con negros que no haya aprendido creciendo en el Uruguay?
Correctivo hegemónico
Es ahí donde a la supuesta voluntad progresista de la FA se le ven las costuras: se trata de un correctivo cultural hegemónico, todo lo contrario de lo que esta corriente se supone que había venido a reparar. Es como lo pone el delantero inglés de origen jamaiquino Raheem Sterling, colega del uruguayo y figura en la selección inglesa: "Esto no va solo sobre hincar la rodilla; también hay que dar a la gente las oportunidades que se merecen". Sterling señala la hipocresía de un sistema que se pliega simbólicamente al dolor de una minoría todavía reprimida pero sanciona al diferente (y a toda una cultura subalterna) para mantener el poder en las mismas manos.
La idea de lo políticamente correcto empezó a principios de los años 70, aunque el uso del concepto se rastrea a las diferencias entre socialistas y comunistas europeos en los años 40 y 50. El inglés Stuart Hall, pionero de los estudios culturales, citaba el uso irónico que se le daba entre los estudiantes radicalizados de los 60 para despegarse de posturas sexistas o racistas entre las distintas facciones en los campus universitarios. Así el ideario de la political correctness fue desde las posiciones de la Nueva Izquierda (la posibilidad de un marxismo hedonista a partir de las ideas de Herbert Marcuse) hasta convertirse, con los años, en una especie de ortodoxia liberal (en el sentido estadounidense, claro está).
Entre unos y otros
Esa posición originada en la contracultura empezó a volverse una impostura académica y dio lugar a una reacción: lo que se autopercibe hoy como políticamente incorrecto. Ese lugar era necesario cuando artistas como Frank Zappa, su discípulo Matt Groening (Los Simpson) y luego personajes talentosos y controversiales como el rapper Eminem o el escritor Michel Houellebecq vinieron a desacomodar posturas tan fosilizadas como las que sostenían los aparatos culturales del PC (Partido Comunista) en Europa y Latinoamérica en los 60. Pero no son la lucidez de Zappa o el humanismo amargo de Clint Eastwood el alimento de quienes se afirman ahora como políticamente incorrectos para sembrar el paisaje mediático con mensajes de odio, homofobia y xenofobia.
La serie inglesa Years and Years enfoca muy bien esa tipología con el personaje de Emma Thompson, una política independiente llamada Vivienne Rook que dice-lo-que-piensa (tal el mantra de la incorrección política): "Israel y Palestina me importan una mierda". Por no hablar de las subculturas de la incorrección política: terraplanismo, paleofilia, movimiento antivacunas. Como todo, la irracionalidad busca su equilibrio. Así, aparece desde el ala progresista o izquierda (todo en términos relativos) la ideología "woke" (despiertos) cuyo fanatismo llevó a denunciar a J. K. Rowling, la autora de Harry Potter, de "transfóbica" por decir que solo las mujeres son capaces de menstruar. Es el mismo caso del feminismo radical, que contradice su agenda con eufemismos como "persona gestante", negándole a la mujer una característica que la constituye.
Entre la sanción ejemplar al charrúa y el asalto al Capitolio como happening dantesco y fatal del trumpismo (Everest de la incorrección política), esta semana la plataforma Netflix estrenó una nueva producción de Martin Scorsese para la platea deslocalizada del streaming. Supongamos que Nueva York es una ciudad es una miniserie documental en la que el director de Taxi Driver y El lobo de Wall Street interpela la memoria de Fran Lebowitz, una periodista y escritora de 70 años, librepensadora antes que biempensante, que hizo de Nueva York su espacio físico y mental. Su Manhattan es el de los 70, sucio, peligroso y decadente; con rascacielos, dice ella, que luego imitaron en Dubái y que, ahora, se levantan en la Gran Manzana, espejando los del Golfo. Lebowitz nunca se refiere al feminismo, aunque queda claro en su racconto que se trata de una mujer empoderada formada en ese campo de batalla que la canción de Sly Stone había puesto sobre el escenario.
Lebowitz dice que, como ella, quienes llegaban a Nueva York en los 50, 60 y 70 lo hacían porque no podían ser ellos mismos en otras ciudades y regiones de Estados Unidos. "Si quería ser gay tenías que venir a Nueva York", explica. Columnista de Interview (la revista de Andy Warhol) y Newsweek, Lebowitz representa un punto de vista polémico para el sentido común de 2021. Celebra la aparición del movimiento #MeToo pero recuerda que cualquiera que estuviera en el mundo del cine o la moda en los años 70 y 80 sabía que muchas cosas se resolvían en la cama. "¿Estaba bien? Por supuesto que no. En cambio, nunca escuché a ninguna de esas actrices defender a una empleada de un hotel que limpia las sábanas por seis dólares la hora y no tiene ninguna otra opción porque no solo se pone en juego su trabajo sino su vida, ya que es posible que sea indocumentada".
Dogma académico
Es lo mismo que cuando las grandes marcas o corporaciones envían mensajes de género positivos para vender productos que acaso se fabriquen en otro extremo del mundo en condiciones de absoluta explotación laboral. Veamos cómo una marca de cerveza asociada a la pasión del fútbol, muchas veces homofóbica y racista, impulsa ahora un concurso de fotografía queer. Es la agenda de la corrección política.
Ese mundo de principios de los 70 en el que Lebowitz forjó su pluma y humor ácido reaparece hoy como dogma académico. Es así como en una charla pública le preguntan si no se siente sofocada por la corrección política. Lebowitz se toma unos segundos y responde: "Puedo respirar". Tanto la charla como la serie documental sucedieron y fueron filmadas antes de la pandemia y esa respuesta resuena con una de las peores frases que hemos escuchado en lo que va del siglo XXI. El "I can't breathe" ("No puedo respirar") de George Floyd mientras un policía blanco lo asfixiaba hasta la muerte. Son estas las cosas que matan, igual que el hambre, y no el uso del lenguaje mal entendido como estigma por un aparato cultural que sustituyó una forma de dominación por otra.