Nuestras decisiones económicas siempre llegan tarde
A lo largo de toda su historia, desde la organización del Estado hasta nuestros días, la Argentina exhibe una singularidad constitutiva: las sucesivas demoras en adecuar sus instituciones económicas a las cambiantes coyunturas internacionales. No se trata de un fenómeno casual: estuvo definido por las dificultades de vertebrar un Estado sobre un territorio que el poder central definió extensísimo y socialmente heterogéneo. A lo que hubo que añadir el vasto vacío demográfico en las llanuras occidentales incorporadas a los mercados atlánticos por la gravitación de la revolución industrial desde fines del siglo XVIII. Mucho territorio, sólidas identidades provinciales dispuestas a defender su autonomía, y poca población demoraron la organización institucional desde el fin de las guerras posemancipatorias hacia 1820.
Durante el resto del siglo XIX y hasta la consecución definitiva del Estado nacional, hacia 1880, la discordia en torno de la forma de gobierno y del régimen político sumió a lo que terminaría siendo la Argentina en interminables guerras civiles. Luego de la crisis de 1848, cuando el desarrollo industrial británico ingresó en una nueva etapa, diseminándose en el resto de la Europa noratlántica, estalló la demanda mundial de alimentos. La nueva coyuntura supuso entonces el desafío más impresionante de nuestra historia: construir desde un gobierno central un Estado; al mismo tiempo, generar las condiciones jurídicas para configurar una nación merced a los aportes demográficos y tecnológicos del mundo industrial. Aquel que demandaba en gran escala los productos alimenticios para los que estábamos en inmejorables condiciones ecológicas de producir aunque en tanto sorteáramos esos dos escollos cruciales: los costos logísticos dada nuestra lejanía respecto de los grandes centros consumidores mundiales y la atracción de contingentes humanos europeos para darle un contenido social a la difusa idea acariciada desde la emancipación, que recién adquirió marcos institucionales precisos tras la larga dictadura de Rosas.
En 1862, luego de diez años de secesión entre Buenos Aires y el resto de la Confederación, el país por fin se unificó en torno de un poder central. Pero habría que esperar veinte años todavía para que se terminaran de reunir las condiciones básicas para despegar: fronteras precisas, una capital federal y recursos fiscales propios para financiar la costosísima arquitectura nacional federativa. En suma, las condiciones para el gran despegue comenzado en los 80 ya estaban instaladas internacionalmente desde los 50, pero nuestras guerras civiles residuales postergaron su aprovechamiento.
Todo parecía marchar sobre ruedas hasta que la Primera Guerra Mundial vino a revelar los costos de esa demora. Nos sorprendió sin un desarrollo industrial competitivo capaz de amortiguar el impacto de los cuatro años devastadores que fueron, asimismo, solo un anticipo de las catástrofes por venir. En algún momento de los 20 llegamos a los límites de la frontera agropecuaria. Poco después, la Gran Depresión de 1929 nos habría de privar para siempre de la demanda europea de nuestras exportaciones, un fenómeno ya insinuado desde la posguerra.
Con la rapidez propia de nuestra pujanza anterior, reconvertimos a una buena parte de la producción agropecuaria en industrial, preservando nuestra integración social emblemática sin por ello dejar de sufrir la penuria de los 30; aunque mucho menos que otros países vecinos, y aun centrales. De no haber sido por esas catástrofes encadenadas, tal vez nuestras elites dirigentes hubieran tenido la oportunidad de diagnosticar los límites internos y externos de nuestra dinámica agroexportadora y la necesidad de su reorientación a medida que la lógica de los acontecimientos hubiera desmentido la euforia facilista del centenario. Luego, sobrevino otra guerra mundial, que nos hizo oscilar entre los fantasmas de la primera y el optimismo de una tercera que nos habría de permitir conjugar nuestro viejo desempeño agropecuario con el nuevo manufacturero defensivo desde hacía quince años. Ambos resultaron falsos.
Ya hacia 1950, el mundo capitalista central recuperó su pujanza luego de cuarenta años de tempestades inesperadas. Una nueva masa crítica de capitales empezó a rondar el globo en procura de mercados para invertir. Con un buen diagnóstico de las actividades productivas capaces de impulsar nuestro redespliegue –sobre todo, las industriales; en nuestro caso, particularmente problemáticas– pudimos haber ingresado en el momento oportuno a una etapa más compleja. Pero la crisis política nuevamente nos postergó una década y perdimos de vista esa necesaria especialización, sumiéndonos en un conflicto distributivo tan grave como el regional del siglo XIX.
Hacia fines de los 60 se logró, junto con un precario orden macroeconómico, la convicción en las elites de que solo una apertura productiva de cara al mundo articulada con las exigentes demandas de nuestro mercado interno podía ajustarlas al desarrollo del que aún carecíamos. Pero el giro violento de nuestra política eclipsó esa brújula, arrojándonos a la deriva de sucesivas aventuras colectivas tan voluntaristas como inviables.
Por caso, ya desde mediados de los 80, la conciencia de nuestro destino mundial se conjugó con la de la necesidad de reformas a las caducas estructuras institucionales económicas yuxtapuestas desde la entreguerras. Pero estas se postergaron por la tenaz resistencia de los intereses parasitarios que las colonizaron, diezmando el sistema impositivo nacional. Deuda e inflación se enlazaron, a continuación, para mantener la construcción vetusta. Cuando el incendio hiperinflacionario de 1989 las tornó impostergables, la urgencia comprometió en algunos casos su calidad y en otros rehabilitó su recontaminación con nuevos y viejos intereses prebendarios. Luego de diez años de crecimiento y modernización, la falta de austeridad fiscal tornó contraproducente el exigente instrumento monetario –la convertibilidad– que pareció acabar con la puja distributiva de los cuarenta años anteriores. Llegamos así al nuevo incendio de 2001-2002.
Tras un ajuste de contornos discutibles, pero indispensable en 2002 pareció, durante el lustro siguiente, que volveríamos a recuperar nuestro equilibrio. Resultó al revés: el sosiego internacional debido a las necesidades de materias primas de China volvió a demorarnos reactualizando la discordia política de los 60 y los 70, y postergando las reformas incompletas de los 90. El precio fue elevado: nos volvimos un país excéntrico para el mundo, que dejó de creer en nosotros. Tanto como nosotros en nosotros mismos, como lo prueba que la principal exportación no son los bienes que proceden de nuestra competitividad sino su propia renta puesta a buen resguardo de los intereses corporativos encriptados en un Estado colonizado desde gobiernos tan débiles como fiscalmente voraces.
En resumen, tarde en un mercado mundial fértil para nuestras exportaciones agropecuarias desde hacía treinta años; tarde en aprovechar los beneficios de la segunda posguerra para rediseñar nuestra estructura económica que finalmente se consumó de la peor manera; y tarde para reformar instituciones plagadas de intereses prebendarios. Asincronías históricas acumuladas de raíces profundas cuya clave estriba en la política. De comprensión indispensable para revisar nuestra historia sin maniqueísmos tan estériles como inútiles.ß
Miembro del Club Político Argentino