Nuestra costumbre de eludir el justo medio
Por un lado, 30 años de democracia; por otro lado, saqueos. Diez o cero; nunca un cinco. Decía Aristóteles que la virtud consiste en el justo medio entre dos extremos. Definió el coraje, por ejemplo, como el justo medio entre la temeridad y la cobardía, o la generosidad como el justo medio entre el derroche y la avaricia. El hecho de que los argentinos hayamos celebrado en el mismo día los 30 años de democracia mientras lamentábamos los saqueos en buena parte del país, ¿no nos pone peligrosamente lejos del ideal aristotélico? ¿O la vecindad del aniversario democrático con la proliferación de los saqueos es sólo una desafortunada coincidencia?
Examinemos, para empezar, los dos extremos. A la democracia que ahora tenemos se ha llegado en la historia a través de dos etapas sucesivas. El absolutismo, que fue la primitiva concentración del poder en una sola mano, al fin cedió su lugar a lo que podríamos llamar la "república minoritaria", cuando un grupo de notables -Urquiza, Mitre, Pellegrini, Roca, entre nosotros- hizo circular el poder entre sus miembros mediante reglas que todos respetaban. La Argentina fue una república minoritaria extraordinariamente exitosa entre la consagración de la Constitución en 1853 y la ley Sáenz Peña de sufragio universal en 1912, cuando llegó a estar entre los primeros seis países en el mundo por su ingreso per cápita . El paso del país a la democracia, con el voto secreto y universal, se intentó a partir de la ley Sáenz Peña, pero este primer ensayo democrático, esta "primera democracia", sólo pudo sostenerse por 18 años, ya que lo interrumpió el golpe militar del 6 de septiembre de 1930, al que seguirían varios golpes más, con sus idas y venidas, hasta que recién el 30 de octubre de 1983, con la elección de Raúl Alfonsín hace exactamente 30 años, la democracia volvió, al parecer, para quedarse. Había nacido la "segunda democracia", que es la que hoy tenemos.
¿Por qué la primera democracia duró tan poco, en tanto que la segunda democracia promete estirarse en el tiempo hasta que las velas no ardan? Porque la segunda democracia tiene el consenso de los argentinos, un consenso prácticamente universal. Al contrario, durante los años 30, los argentinos estaban profundamente divididos por sus preferencias políticas democráticas, nacionalistas, fascistas o comunistas. Reinaba la intolerancia. Ayer, en un lúcido artículo en este mismo diario, Marcos Aguinis mostró, apoyándose en una cita de Borges, que la verdadera democracia es un "cosmos" antes que un "caos". Pero lo que hubo entre nosotros en estos últimos días, ¿fue un cosmos o un caos?
Quizá quisimos "saltar" de golpe del autoritarismo a la plena democracia, sin recorrer cuidadosamente las etapas intermedias. Tampoco puede afirmarse que la "primera democracia" fue sencillamente un fracaso, y menos aún podría decirse que la "segunda democracia" fue un éxito: allí están las cifras escandalosas de nuestra pobreza actual para probar lo contrario. No: el amplísimo consenso que la democracia goza hoy entre los argentinos no parece ser a causa de sus éxitos sino, paradójicamente, a pesar de sus fracasos.
Ortega y Gasset distinguía entre las "ideas" y las "creencias". Aquellas ocupan la mente. Estas terminan por instalarse más abajo, en el subconsciente, desde donde nos gobiernan. Lo que nos ha pasado a los argentinos ahora es que la democracia, como a tantos otros pueblos, se nos ha convertido en una creencia. Con sus fallas y sus aciertos, hemos terminado por aceptarla. O, como dijo alguna vez Winston Churchill, hemos llegado a comprender por experiencia que "la democracia es el peor de los regímenes políticos, si se exceptúan todos los demás". Hemos comprobado en suma que, como dice el refrán, "lo mejor es enemigo de lo bueno". A cambio de este rasgo de sensatez, los argentinos estamos alcanzando casi sin intentarlo el bien supremo, en el nivel simplemente humano, de la estabilidad.
Hemos sido demasiado pretenciosos. Como aquel que pretende alcanzar de golpe una altura exigente, hemos saltado una y otra vez hacia ella, cayéndonos una y otra vez en el intento. Quizás ha llegado ahora el turno de la moderación. ¿Es tan malo, después de todo, sacarse un cinco? ¿Qué fue preferible, en todo caso? ¿Mantenerse a lo largo del tiempo en un modesto cinco, concreto y sostenido, o vivir la secuencia "exaltación-depresión", mientras los países vecinos se contentaban con instalarse en la normalidad?
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