Nota mental. Tras el virus nada será igual, incluso si vuelven los lentos
La habitual distancia interpersonal, interpelada por la pandemia, nos obliga a replantearnos hábitos incorporados en una sociedad acostumbrada a la cercanía con propios y extraños
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En mi séptimo grado de fines de los años ochenta empezamos a bailar lentos con una regla: la distancia de las parejas era la de un brazo extendido que llegara a los hombros ajenos. Máximo de tolerancia: doblar apenitas los codos.
La Argentina, sin embargo, es el país que más tolera el acercamiento entre personas. En 2017 se publicó en el Journal of Cross-Cultural Psychology el primer estudio que midió, de forma comparable y global, la distancia interpersonal preferida por las personas. Una investigación ciclópea a cargo de 79 autores y 8943 encuestados en 42 países y 53 ciudades.
La Argentina ganó en casi todos los rubros. Quedó ubicada como el país donde la gente más se acerca a los extraños (80 centímetros) y a los conocidos (60). En cuanto a los íntimos (40 centímetros), sólo nos superó Noruega (35), presuntamente por el frío.
La distancia que mantenemos de los otros se parece mucho a una danza, donde cada uno ejecuta sus pasos sin saber dónde los aprendió. La sociología entiende –desde los carismáticos trabajos de Erving Goffman en los 60– que no hay interacciones triviales y que en la gestualidad de la vida cotidiana se fabrica la sociedad. Todos sabemos con qué expresión saludar en una sala de espera, cómo reaccionar si nos caemos en la calle y cuántos centímetros acercarnos a alguien. En nuestro caso, bastante. Al menos hasta el Covid.
La Argentina ganó en casi todos los rubros. Quedó ubicada como el país donde la gente más se acerca a los extraños (80 centímetros) y a los conocidos (60). En cuanto a los íntimos (40 centímetros), sólo nos superó Noruega (35), presuntamente por el frío.
Una investigación reciente de Yunus Gokmen y otros, publicada por Cambridge University Press, tomó los datos de 2017 sobre las distancias preferidas y los comparó con la tasa de replicación de casos de Covid en los mismos países. Su conclusión fue obvia y sorprendente a la vez: allí donde las personas gustan de estar cerca, el virus se transmite más rápido. La Argentina –y otros países de la región con costumbres parecidas– llegaron a la pandemia en desventaja. Ganamos en el ranking de cercanía, perdimos en el de Covid.
Nuestro radar para la distancia interpersonal está sobreexigido. Antes, acercarte demasiado a un extraño podía –a lo sumo– delatar una falta de higiene personal. Ahora te puede matar por un desafortunado contagio.
Trabajar contra ese peligro nos agota. Goffman llamaba “desatención civil” a nuestra rutina con un extraño que nos cruzamos por la calle: le dedicamos solo una miradita rápida de reconocimiento y luego bajamos la vista para indicar que no somos una amenaza. Hacíamos todo eso sin esfuerzo. Hoy, en cambio, vigilamos con energía la posición del tapabocas y la trayectoria de los pasos ajenos, para saber si pasarán cerca. Es extenuante. La semana pasada el neurocientífico Pedro Bek preguntó en Twitter si alguien más contiene la respiración al pasar junto a una persona sin barbijo. Tuvo 19 mil likes.
Nuestro radar para la distancia interpersonal está sobreexigido. Antes, acercarte demasiado a un extraño podía –a lo sumo– delatar una falta de higiene personal. Ahora te puede matar por un desafortunado contagio.
Quedarse en casa –como ahora– no ayuda con esto. Las reuniones por Zoom fatigan todavía más nuestros sensores de distancia. Las videollamadas nos muestran las caras como si estuvieran a 50 centímetros. Es la distancia que le permitimos a un novio, a un hijo. Como lo planteó una nota de The Economist, a esa distancia nuestro cerebro se prepara para un golpe o un beso. Es alerta máxima. O, para usar la metáfora de Jeremy Bailenson, un investigador de Stanford, es como tener una reunión con colegas en el ascensor, donde nos obliguen a mirarnos a la cara todo el tiempo.
El ascensor es una ventana privilegiada para entender cómo funcionan nuestras interacciones. Goffman lo creía una especie de teatrito donde somos marionetas de las normas sociales y se nos ven los hilos. Nos sentimos compelidos a mirar el suelo y hacer un comentario trivial. Hoy ese tipo de conversación sucede solo en el preludio de los Zoom. Los ascensores de los edificios de departamentos nos llevan de a uno. Otros son un ícono de la pandemia: millones de artefactos clavados en el mismo piso, en torres de oficinas vacías.
Mucho de lo que hacíamos sin pensar hoy está visiblemente regulado. Los bancos ponen marcas para indicarnos el lugar en la fila. Somos actores que antes sabían dónde pararse y ahora necesitan una cruz en el suelo. En los bares de Alemania hicieron la prueba de darles a los clientes unos flota flota que se ajustan sobre la cabeza, como un gran cuerno de unicornio, para marcarles la distancia correcta (de la foto no solo me gustó el colorido bizarro sino también aprender que en inglés los flota flota se llaman swim noodles, fideos de nadar). La distancia entre nosotros tal vez nunca vuelva a ser lo que era. Quién sabe, si vuelven los lentos tal vez sea con las reglas preadolescentes de los ochenta.
Directora de Sociopúblico