Nota mental. ¡Qué bueno (o qué malo) que podamos editar!
La decisión de hacer editables los textos que emitimos es profundamente política, y nos va a acompañar en las versiones futuras de la vida digital
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No tiene arreglo. Ahora que esta columna está entrando en el cerebro de los lectores, cualquier error de mi parte va a quedar sin corregir. No puedo editar ni borrar nada, aunque me encantaría.
Los procesadores de texto nos acostumbraron a editarlo todo con unos toques rápidos. Antes era difícil. De la tachadura al borratinta, cambiar algo ya escrito fue engorroso hasta que aparecieron las computadoras. Sin embargo, en este mundo ultraeditable, los textos que compartimos con otros muchas veces no tienen vuelta atrás. Pasa en los mails, aunque algunos tienen un botón de arrepentimiento que nos da unos segundos de margen. Pasa en WhatsApp, donde un texto enviado no se puede alterar (solo podemos borrarlo hasta una hora después de emitido). Pasa también en Twitter.
Todo eso podría cambiar. La semana pasada circuló un rumor –y una captura de pantalla– sobre un nuevo botón de edición en WhatsApp, que permitiría alterar los mensajes una vez enviados. Twitter, por su parte, anunció que va a permitir la edición de los tuits ya emitidos, y que una vez modificados podrán retener los likes y retuits que hayan conseguido.
La función de editar es un reclamo histórico de los usuarios de Twitter. Hay hasta memes que lo reclaman. En abril, Elon Musk hizo una encuesta entre sus seguidores a la que respondieron 4,4 millones de personas, 73 por ciento a favor de que se pueda editar. Jack Dorsey, el fundador de Twitter, siempre estuvo en contra. Solía decir que el intercambio de tuits está moldeado por esa imposibilidad de alterar lo dicho. Al modificarse un mensaje que ya se publicó, puede cambiar el sentido de todos los comentarios o apoyos que haya generado. Un problema para la integridad de la conversación.
En los comentarios de YouTube, donde sí se puede editar, es habitual que haya pequeños engaños que aprovechan esa función.
En los comentarios de YouTube, donde sí se puede editar, es habitual que haya pequeños engaños que aprovechan esa función. Un youtuber puede pedir a sus seguidores: “digan un número del 8 al 10″ y, obtenido el resultado, cambiar la consigna por “¿cuántos puntos me dan como youtuber?”. Naif pero real. Esas mismas bromas en un espacio ultrapolítico como Twitter podrían traer complicaciones. Supongamos que un gobernante busca apoyo para una propuesta y luego la cambia, o que una empresa altera un mensaje para que parezca que su producto fue elogiado. Evitar estas cosas es el objetivo de las pequeñas etiquetas que indican que un contenido fue editado en todas las plataformas que sí lo permiten, como Facebook, Instagram, Telegram o Slack. No es de buchones, es para evitar malentendidos o engaños.
Internet es muy ambivalente con el tema. Por un lado, las tecnologías digitales hacen que todo contenido sea maleable. Por otro, lo que se publica en la web es bastante indeleble. En el libro Delete (Princeton University Press), Viktor Mayer-Schönberger nos recuerda que Google guardó cada una de las búsquedas que hicimos, cada uno de nosotros, desde que se creó la plataforma (ahora hay un botón para negarse y las búsquedas se borran 18 meses después de hechas). Digamos que está todo ahí. Por eso surgen litigios alrededor del derecho al olvido. Editar puede parecer más simple que en la época del liquid paper, pero en realidad no es tan sencillo. A la vez, hay pocos alivios tan grandes como saber que un documento que compartimos sigue bajo nuestro control y, si en medio de la noche nos damos cuenta de que queríamos decir otra cosa, podemos volver a abrirlo y editarlo, siempre y cuando tengamos permiso. Es una especie de derecho adquirido vigente desde hace unos 10 años, cuando se lanzaron Google Drive y otros servicios similares.
Editar es muy civilizado. Por algo se dice que comportarse bien en público es “tener filtro”. Pero a la vez, la civilización necesita que algunas cosas, una vez dichas, no se alteren. Pasa con los textos oficiales, como las leyes y regulaciones, o con el voto de ciudadanos y legisladores. Por eso la decisión de hacer editables los textos que emitimos es profundamente política, y nos va a acompañar en las versiones futuras de la vida digital.
En las DAO, un nuevo tipo de organización digital parecida a una cooperativa que funciona sobre blockchain, el tema de la edición tiene relación directa con las decisiones que se toman en conjunto. La plataforma Upstream, que ofrece servicios para DAO, acaba de incorporar un botón de arrepentimiento que permite cambiar el voto ya emitido mientras dure el proceso de votación. Puede que los legisladores del futuro también lo necesiten. El debate recién empieza (o tal vez debería editar y decir que el debate traerá dolores de cabeza).
Directora de Sociopúblico