Nota mental. La exploración del espacio y una nueva ola de fascinación
El progreso tecnológico en materia espacial nos provoca viejas y nuevas preguntas: ¿para qué sirve estudiar las galaxias?
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“Es muy probable que el dispositivo en el que está leyendo este texto involucre componentes y sistemas que tuvieron su primera aplicación en astronomía”. Así describe un artículo del Centro de Astrofísica de Harvard uno de los usos prácticos que se derivan de estudiar cómo se comportan las estrellas, los planetas y las galaxias. Muchos de los hallazgos científicos y desarrollos técnicos de esa disciplina después se trasladan a tecnologías que nos hacen la vida más fácil. Si están leyendo esta columna en el diario en papel en lugar de un dispositivo electrónico la primera oración no aplica, pero seguro alguna vez usaron el GPS del teléfono o pasaron por un escáner de seguridad en el aeropuerto, por ejemplo. “Ninguno de estos hubiera sucedido sin la simple curiosidad humana sobre las regiones lejanas de nuestro universo. Como ha sucedido siempre a lo largo de nuestra historia, el impulso de explorar sigue siendo una de las mayores fuentes de ingenio humano”.
Aunque es un buen argumento, estudiar lo que está más allá de nuestro planeta tiene otros usos que el desarrollo de dispositivos tecnológicos. ¿Por qué tenemos esa curiosidad en primer lugar? ¿Por qué los humanos dedicamos tanto tiempo y recursos a averiguar cómo funciona el universo? ¿Cuál es el objetivo final de todo este esfuerzo?
La respuesta a esas preguntas no puede ser una sola, pero la que ofrece la antropóloga de Yale Lisa Messeri es al menos interesante. En su libro Ubicando el espacio exterior, una etnografía terrestre de otros mundos (Placing outer space, an earthly ethnography of other worlds, Duke University Press, 2016), escribe acerca de cómo ubicar geográficamente planetas en el espacio nos ayuda a entender nuestra propia escala y nuestro propio lugar. “El concepto de ´lugar´es más que una simple categoría; es una forma de conocer y dar sentido”, desarrolla, para después ponerse más poética: “La práctica científica convierte la geografía infinita del cosmos en un teatro salpicado de lugares potencialmente significativos, que son escenarios para imaginaciones y aspiraciones”. Los científicos a los que entrevista son, escribe, “constructores de mundos”.
Pensar en el espacio también nos puede ayudar a pensar en nuestra relación con el tiempo. Marina Koren, una periodista especializada en astronomía, escribió hace poco un artículo en la revista The Atlantic acerca de las misiones para explorar Titán, un satélite de Saturno en el que se cree que podría haber condiciones propicias para la vida. La última vez que un robot visitó su superficie fue en 2005. Aunque llegó a tomar algunas muestras, a las tres horas se quedó sin energía. Se espera que la próxima visita de un robot de la NASA llegue en 2034. En tiempos de desarrollo tecnológico, el periodo entre 2005 y 2034 es poco tiempo: construir el equipamiento necesario y viajar por la galaxia es un trabajo de décadas. Y en tiempos astronómicos, que utilizan los años luz como medida, es mucho menos que un suspiro. Pero en tiempos de vidas humanas, parece muchísimo. “La introspección cósmica puede ser un ejercicio inspirador, que nos asegura que tenemos maravillas monumentales que esperar, ya sea en dos o veinte años. Pero también es un recordatorio de toda la magnificencia que no viviremos para ver”, escribe Koren.
La historia de la exploración espacial es también la historia de una fascinación. La astrofísica combina lo más abstracto –lo que quienes no somos científicos no podemos entender, como las ecuaciones de la teoría de la relatividad– con emociones universales e imágenes románticas: niños y niñas que ahora son adultos y soñaban con ser astronautas, un telescopio que apunta al cielo en una terraza, una noche estrellada en el campo lejos de las luces de la ciudad, la voz de David Bowie mientras canta “Ground control to Major Tom”.
Se trata de la historia de una fascinación cuya intensidad se mueve en olas. Mientras la ciencia avanza, la atención pública crece, disminuye y vuelve a crecer. Y aunque pueda parecer difícil pensar en un momento de mayor fascinación que la carrera por la conquista del espacio durante la guerra fría –con su pico de éxtasis el 20 de julio de 1969, el día en el que una persona pisó la luna por primera vez– hoy quizás estemos ante un nuevo gran momento de fascinación, motivado por algunos avances recientes.
En 2022, por ejemplo, empezó a operar el telescopio espacial James Webb, que es el más grande jamás enviado al espacio y unas 100 veces más potente que su predecesor, el Hubble. Cada día envía 50 gigabytes de datos que son analizados en todo el mundo y que pueden revolucionar nuestro entendimiento del universo. La imagen quizás sea menos romántica que la del hombre pisando la luna, o que la voz de David Bowie, pero tiene su propia belleza: miles de científicos en todo el mundo, recibiendo datos que recoge a 700 años luz un artefacto creado por otros científicos, trabajando separados pero juntos para entender mejor el origen de las galaxias. Para entender mejor nuestro propio lugar en el universo, para entender mejor nuestra propia relación con el tiempo.