A los clásicos de siempre, la literatura sigue sumando autores que provienen del mundo anglosajón, como Lee Child o Dennis Lehane, pero también de otros ámbitos como los países nórdicos y la Argentina; la proliferación de series son, más que competencia, reflejo de esa vitalidad
Hace unas décadas, había dos géneros populares importantes: el relato policial y la ciencia ficción. El tiempo transcurrido hizo casi desaparecer el segundo, sobre todo en su forma escrita, y desplegarse al extremo el primero. El género policial no solo acompañó la globalización con producciones de novelas, que aumentaron su número y procedencia (hoy hay género policial en una gran cantidad de países), sino que también nutrió de manera decisiva la cantidad y calidad de las series televisivas en el sistema de streaming (Netflix, HBO). Tanto el terror como la fantasía, incluyendo las exitosas series para adolescentes, son algo así como escuderos del fenómeno principal, el policial.
Las raíces lejanas del género son algunos relatos de Edgar Allan Poe ("Los crímenes de la calle Morgue", "El misterio de Marie Roget", "La carta robada"), que incluyen un elemento esencial: el detective privado Auguste Dupin. Más adelante Arthur Conan Doyle lo asentaría definitivamente a través de Sherlock Holmes, equilibrando el buceo del entorno y la complejidad del enigma. Ya en el corazón del siglo XX, Raymond Chandler instalaría la "serie negra", más realista y menos enigmática, con Philip Marlowe (que siguió al "hombre flaco" de Dashiell Hammett).
Como género, la novela policial lleva a un punto decisivo la identificación con el protagonista, como lo hace también el comic de superhéroes. Pero la densidad de la palabra logra que se busque además la identificación con un entorno, un modo de ser, una búsqueda de, paradójicamente, lo mismo. Los cambios (siempre riesgosos) deben mantener un pie en la costumbre. Como en el poema de Gabriel Zaid, el fan parece decirse: "¡Oh mismo inagotable! Danos siempre lo mismo". Aunque con variaciones, por supuesto. La clave es la serie.
Nombrar los modelos clásicos (y los clásicos recientes) podría llevar unas cuantas páginas: el inspector Poirot y Agatha Christie, el comisario Maigret y Georges Simenon, Patricia Highsmith y Tom Ripley, Henning Mankell y el inspector Wallander, Michael Connelly y Harry Bosch, el inspector John Rebus y Ian Rankin, Manuel Vázquez Montalbán y el detective Pepe Carvalho, el comisario Montalbano y Andrea Camilleri…
Quien quiera tratar de vivir, al menos ajustadamente, de lo que escribe, sabe (se lo dicen en las editoriales) que hay dos campos posibles: la novela policial, y más firme, con público cautivo, la literatura infantil. En el primer caso, el sistema de la serie pide a la vez la creación de una pieza esencial repetida, y, al mismo tiempo, algún grado de originalidad. Dos elementos no tan fáciles de obtener como parecen.
Porque, además, la competencia es formidable. La oferta del género policial es monumental. Los clásicos de siempre siguen pululando en las librerías de usados y en las góndolas de los puestos de plaza, mientras se han agregado nuevos imperdibles (Mankell, Camilleri, Denis Lehane, James Ellroy), además de que se mantiene constante la aparición de nuevos países y autores. A un costado, se suceden las series televisivas: Mindhunter, Blacklist, River, Trapped. El escape a las tensiones y aburrimientos de la realidad de una sociedad de consumo varía entre los que uno puede encontrar en un buen amigo (en este caso un buen protagonista), y los que puede hallar en una droga y su dosis (los muchos episodios). El buen lector, e incluso el buen fan, admira sin embargo el libro (o la serie) que cumple con los códigos, pero también los desafían.
A veces lo consigue la calidad literaria. Un ejemplo actual es el estadounidense Dennis Lehane. Suele producir sólidos ejemplos de literatura que ahondan en la depresión y los fracasos, como el mejor Juan Carlos Onetti (el autor de La vida breve). Dos ejemplos fueron llevados al cine: Río místico y su investigación del abuso infantil (la filmó Clint Eastwood) y Shutter Island y la locura (hizo lo propio Martin Scorsese). Pero también se destacó al elaborar una larga historia de mafiosos en la más reciente Ese mundo desaparecido, contada con impulso, brillo, ráfagas de inspiración y una violencia narrada como pocos lo han hecho. También se impone en la novela más breve y grupal La entrega, que late con el clima de un barrio bostoniano y sus traiciones, y fue llevada al cine como último título del actor James Gandolfini, el de Los Soprano.
El pasillo que arman la literatura y las series suele ser recorrido en los dos sentidos. Nic Pizzolatto, también estadounidense, se destacó primero por los cuentos de La profundidad del mar amarillo, con un par a la altura de los mejores ejemplos del género. Y por la novela Galveston, de ambiente hiperviolento, con gran manejo de los lugares donde transcurre la acción. Pero alcanzó una fama meteórica y absoluta con la primera entrega de la serie de ocho capítulos True Detective, que marcó un antes y un después en el género. Solo para desmoronarse en una segunda temporada, maldición muy estadounidense, donde se dice que "no hay segundos actos" en las carreras fulminantes. La tercera temporada, que acaba de estrenarse en Estados Unidos, será su prueba de fuego definitiva.
El movimiento inverso fue cumplido por Michael Hjorth y Hans Rosenfeldt, productor y guionista de la muy exitosa serie sueca El puente (adaptada en su momento con poca energía por la televisión estadounidense). En 2010 lanzaron Secretos imperfectos, el primer tomo de lo que denominaron "Serie Bergman". El protagonista, Sebastian Bergman, es un psicólogo criminal cargado de tics y neurosis que tarda en imponerse mientras el asesinato de un joven de 16 años desencadena un desfile cuantioso de personajes, en el mejor estilo de los seriales televisivos. Los sucesivos tomos aparecieron con la regularidad de la cadena de montaje: al primero lo siguieron Crímenes duplicados, Muertos prescindibles, Silencios inconfesables, Secretos imperfectos, Castigos justificados.
En el ámbito anglosajón hay dos gigantes en actividad. James Ellroy, torrencial, violento, es autor de extensos volúmenes, como La dalia negra, Los Ángeles confidencial, Jazz blanco. En una trilogía (América, Seis de los grandes, Sangre vagabunda) buceó salvajemente en la historia de Estados Unidos, con estaciones en los asesinatos de John y Robert Kennedy y Martin Luther King, y una capacidad para el experimento lingüístico casi joyceano (marcado también por Hemingway) en Seis de los grandes. Más cerca, después de un par de títulos menores, volvió con toda la fuerza en Perfidia, relacionada con los japoneses de Estados Unidos y Pearl Harbor. La reciente reedición de Mis rincones oscuros (donde cuenta el asesinato y descuartizamiento de la madre) recuerda que es también autor de una de las autobiografías más perturbadoras del género.
El otro fenómeno es Lee Child, novelista nacido en Inglaterra, pero que vive desde hace tiempo en Estados Unidos. Catalogado como autor de thrillers, es además un gran constructor de tramas y enigmas policiales. De inicio tardío, escribe un tomo por año de las aventuras de su enorme personaje, Jack Reacher (un PM o policía militar de dos metros de altura, puro músculo), optimista nato, siempre dispuesto a la lucha, con un cerebro a la altura de los desafíos que se le presentan, y un buen trato con las mujeres, lo que le ha ganado una considerable audiencia femenina. Contundente para la acción, Child es además sutil y certero en la descripción de ambientes, en especial de las rutas estadounidenses (pueblitos, bares, iglesias). Cada tomo encuentra a Jack Reacher saltando en el tiempo, en cualquier momento de su vida. Como introducción pueden recomendarse Zona peligrosa, primera novela de la serie, y El enemigo, la más personal, que trata temas de su familia en Europa. También valen la pena las dos recopilaciones de cuentos traducidos en la Argentina y publicados por la editorial Blatt&Ríos: Noche caliente y Sin segundo nombre, el sello que a partir de este año, y asociado con Eterna Cadencia, traducirá sus novelas anuales.
El encanto nórdico
El otro gran ejemplo de relato policial es el llamado "nórdico", que incluye de manera ampliada a Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca y la reducida Islandia. En ese plano, el mascarón de proa sigue siendo Henning Mankell (1948-2015). Inspirado en un antecedente sólido (las diez novelas que publicó la pareja formada por Maj Sjöwaal y Per Walöö, que comenzaron a reeditarse con Rosseane) desplegó a lo largo de narraciones extensas y algunos relatos, las investigaciones de Kurt Wallander, inspector de policía. En el primer volumen es cuarentón, acaba de separarse, come muy mal, se lleva pésimo con la hija y, en contrapartida, es un perro de presa cuando investiga un caso. Mankell mostró el otro lado del "milagro sueco" con realismo e inventiva, y logró una potente identificación del público lector con Wallander. Fue especialmente denso y profundo en los vericuetos de sus casos, dotándolos de personajes creíbles y a veces contradictorios. Funciona también fluidamente el grupo de colaboradores de la comisaría de Ystad, en el sur de Suecia. Pueden recomendarse Asesinos sin rostro, La falsa pista, Pisando los talones y El hombre inquieto, última aparición del personaje, a quien dota de un feroz Alzheimer, como para no tener que volver a escribir sobre él.
Un segundo autor clave, también sueco, es Johan Theorin, que se impuso con una tetralogía ambientada en la isla de Öland, donde este periodista solía pasar las vacaciones. Los cuatro volúmenes se desarrollan cada uno en una estación del año: La hora de las sombras (otoño), La tormenta de nieve (invierno), La marca de sangre (primavera) y El último verano. Lentas y terribles, mezcladas con antiguos mitos y leyendas, aprietan las tuercas de la depresión y la muerte alrededor de los personajes, con un estilo claro y a la vez esquivo, con especial destaque de los elementos climáticos.
Se suele citar también el caso de Millennium, la exitosa trilogía de Stieg Larsson (1954-2004) como el motor del policial nórdico. Aunque esa serie tiene más de thriller que de policial, es indudable que el éxito fue un impulso definitivo para el combo sueco. La abundancia de nombres obliga a una simple lista: las también suecas Camilla Läckberg y Åsa Laarson, el islandés Arnaldur Indridason y los noruegos Karin Fossum y Jo Nesbø.
La impronta latina
El italiano Andrea Camilleri puede reemplazar el ingenio, la humanidad y el humor para los nostálgicos del Maigret de Simenon con las novelas breves y cuentos del comisario Montalbano, sicilianas hasta la médula. Más de treinta obras dan forma a una comedia humana cercana al espíritu del autor belga. En cambio, el también Antonio Manzini inventó a Rocco Schiavone, más astuto que sabio, también querible, que ya en la inicial Pista negra organizaba el robo de un embarque de droga a la par que resolvía un caso.
En castellano pueden destacarse las conocidas novelas del cubano Leonardo Padura, con su inefable detective Mario Conde, pero también rarezas originales como la última obra del salvadoreño Horacio Castellanos Moya, Moronga, que habla de los exiliados centroamericanos en Estados Unidos y puede considerarse un policial por la violenta y sorpresiva explosión final .
En el caso de la Argentina es inevitable recaer históricamente no solo en Borges, sino también en Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo (por la novela a cuatro manos Los que aman odian). O en Rodolfo Walsh, con los viejos cuentos de Variaciones en rojo. Ricardo Piglia no solo dirigió una colección memorable del género. Además instaló la novela policial "documental" con Plata quemada y dejó ordenada la edición póstuma de Los casos del comisario Croce. En la "serie negra", Últimos días de la víctima de José Pablo Feinmann es un clásico. Acercándose en el tiempo, lo que hay no es un rey, sino una reina: Claudia Piñeiro. A la exitosa Las viudas de los viernes, deben agregarse Tuya (paradigma del policial pasional), Elena sabe y Las grietas de Jara.
Jorge Fernández Díaz, con su personaje Remil, llegó también a un amplio universo de lectores con sus thrillers políticos El puñal y La herida.
Entre los nuevos se destacan Osvaldo Aguirre, con Todos mienten, reconstrucción brillante de un invierno letal de los años 30 en Buenos Aires. O La fragilidad de los cuerpos, donde Sergio Olguín presentó a su investigadora y periodista Verónica Rosenthal. O Santería, de Leonardo Oyola. En Uruguay un nombre ya clásico es Renzo Rossello, con Trampa para ángeles de barro y la reciente El simple arte de caer. O la dura mezcla de periodismo y testimonio de Las niñas de Santa Clara, de Gabriel Sosa.
El policial, sin embargo, no sabe de fronteras. Las antologías son un buen lugar donde encontrar variedad y calidad para explorar nuevos caminos. La más reciente es Vivir y morir en USA, que incluye a muchos de los mencionados en esta nota y elige sus mejores cuentos.
Por último, en ese mundo de intriga y engaño, no está mal terminar recomendando un pastiche brillante, que casi supera al modelo original. Se trata de La rubia de ojos negros, una novela con Philip Marlowe, pero de la que Raymond Chandler solo pensó el título. La escribió un irlandés reconocido, John Banville. Y la firmó con su seudónimo "negro": Benjamin Black. El 90% de las novelas policiales son one-timers: no se pueden releer. Pero esta, sí. El final tiene una melancolía de gran tango argentino.