Nostalgia de los Reyes
Esta columna, publicada originalmente el 6 de enero de 1999, fue escrita por el periodista y crítico de cine Fernando López, quien fuera jefe de la sección Espectáculos de LA NACION, recientemente fallecido.
Las sofocantes temperaturas que solemos padecer por aquí en esta época del año parecían más propicias para camellos habituados a atravesar desiertos que para peludos renos que encima tienen la obligación de arrastrar el trineo por territorios donde no hay rastro de nieve. Pero, contra todo lo que podía presumirse, habrá que reconocer, no sin alguna desazón, que Papá Noel (o Santa Claus, o como prefiera llamárselo) ha terminado por ganarles a los Reyes Magos la batalla por la popularidad.
¿Efecto de esta globocolonización que todo lo globaliza en el mismo sentido norte-sur? ¿Triunfo del emprendimiento individual sobre el trabajo en equipo?¿Ventajas de una campaña publicitaria agresiva y constante? ¿Reconocimiento del perfil alto de uno frente a la discreción casi enfermiza de los otros tres, visitantes siempre furtivos? Quién sabe. Lo que sí parece notorio es que tampoco en este caso (cosas del mundo actual) se tuvo en cuenta que Melchor, Gaspar y Baltasar acreditaban mayor antigüedad y experiencia. Pesó más, seguramente, la eficiencia: el gordo señor de colorado tiene siempre el trabajo concluido doce días antes de que lleguen los viajeros de Oriente, y está visto que hoy por hoy suele merecer más recompensa el que termina antes que el que trabaja mejor.
No hace falta encargar encuestas para advertir que Papá Noel es el que tiene mejor imagen positiva. Su figura rechoncha asomó otra vez en todos los canales, paseó por todos los shoppings, invitó a recorrer jugueterías y casas de regalos, acompañó la promoción de cualquier clase productos, repartió volantes y auspició sorteos.
Curiosamente, esa ubicuidad que ahora parece favorecerlo se veía en otros tiempos un poco sospechosa. Que hubiera tantos Santa Claus deambulando por ahí era una prueba más de su impostura.
Para nosotros, Papá Noel era siempre -siempre- de mentira. Todos sabíamos que ese gordinflón que recibía mensajes en Harrod´s era pura representación: un señor disfrazado que nada tenía que ver con la mano anónima pero siempre familiar que acomodaba los paquetes alrededor del arbolito.
Los regalos que llegaban en Navidad, por otra parte, eran apenas un anticipo: lo bueno, lo verdaderamente importante, había que pedírselo a los Reyes. Que no eran los que recibían pedidos en Gath & Chaves, a los que tampoco tomábamos en serio, sino los que pasaban fugaz y regularmente por todas las casas la noche del 5 al 6 de enero.
Ellos, sí, de verdad, venían. Había quien juraba haberlos visto, si no de cuerpo entero, por lo menos reconocibles en la sombra proyectada en la pared. O en la sombra de las jorobas (dos si se trataba de reales camellos, y no de simples dromedarios, como habíamos confirmado en el diccionario enciclopédico).
Uno se hacía el propósito de mantenerse despierto toda la noche para espiarlos cuando circularan por la oscuridad en busca de los zapatos y las cartitas, invariablemente encabezadas con el "Queridos Reyes Magos"; imaginaba que sorprendería a los animales sorbiendo unos tragos de agua del balde o probando el pastito (o perejil, o lechuga), dejado a propósito; soñaba, en fin, con presenciar el instante glorioso en que, concluida la lectura, los magnánimos forasteros hurgaran en sus alforjas (valijas para camello, suponíamos), en busca de la bicicleta, o el mecano, o la pelota número cinco.
Apenas conocíamos detalles de su irrupción en la historia, y ni sospechábamos que existían teorías diversas acerca de su número, su origen y su condición. Ignorábamos, por supuesto, que estos Reyes Magos habían sido, sobre todo, hombres sabios (como se los llama en inglés) y que habían estimulado la inspiración de tantos poetas y tantos pintores famosos, de Benavente a Claudel y de Fra Angelico a Durero.
Sabíamos, sí, que habían venido de lugares remotos (mucho después descubrimos que no lo eran tanto: Persia, Arabia, la India), con el único propósito de entregar sus ofrendas al Niño Dios nacido en un pesebre de Belén; que le habían regalado oro, incienso y mirra (otro enigma) y que los había guiado una estrella muy luminosa que los más informados equiparaban a un cometa, tal vez porque lo habían visto reiteradamente en el envoltorio de ciertos chocolates.
Toda esta información -recogida en las tardes de catecismo, en algún libro ilustrado sobre historia sagrada y en los villancicos y canciones navideñas- era indispensable para poder ir marcando día a día, desde la madrugada del 25 hasta el esperadísimo 6, el avance de los reyes viajeros rumbo al modesto refugio de la Sagrada Familia, abriéndose paso por el escarpado territorio de cartulina o papel madera en el que se distribuían los pastorcitos, las ovejas, los burros, las cabras, los bueyes y las restantes figuras.
Devaluada su imagen ante el empuje de Papá Noel, casi casi expulsados de la tradición, los pobres Reyes Magos apenas sobreviven ahora en esas piezas de arcilla de los nacimientos. Ya no visitan tan puntualmente todas las casas, quizá porque andan desorientados tratando de distinguir su estrella en un cielo superpoblado de satélites, estaciones espaciales, transbordadores y alguno que otro misil, quizá porque pocos se acuerdan de dejar el agua fresca y el pastito para los fatigados camellos, quizá porque en este mundo tan pragmático queda cada vez menos espacio para la ilusión.
Los que alguna vez la tuvimos nunca podremos olvidar la tristeza que nos abatió el día en que dejamos de creer en los Reyes. Seguramente porque, aunque no lo sabíamos, ese primer desengaño empezaba a anunciar, prematura pero implacablemente, el final de la infancia.