Nos indignamos mucho, pero hacemos poco
Ante el creciente deterioro de las instituciones, en la sociedad argentina por momentos prevalece la pasividad y la resignación
En la escuela secundaria nos enseñaron que vivíamos en una democracia representativa, un sistema político que se caracteriza no sólo por tener elecciones periódicas, sino también por una estricta división de poderes como garantía de que ninguno de ellos avasalle al otro, de que se contrapesen entre sí y de que uno de ellos, el Judicial, cuente con la independencia necesaria para controlar -llegado el caso- la constitucionalidad de las leyes, las demasías del Ejecutivo y los delitos de cualquiera. La división de poderes, explicaban una y otra vez los profesores, es un requisito indispensable para el funcionamiento sano de cualquier democracia.
Andando el tiempo, vivimos golpes militares que instalaron el absolutismo, un sistema político ubicado en las antípodas de todo aquello que habíamos aprendido en la escuela y cuyo advenimiento, sin embargo, al principio fue bienvenido por algunos grupos sociales, que creyeron que ésa era la solución para acabar con el caos reinante y consideraron que los valores democráticos y el apego a la ley eran menos importantes que la instauración del orden deseado. Y también por otros, que soñaban con una revolución que instaurase el cielo en la tierra y procuraban "profundizar las contradicciones burguesas". Sólo cuando fue evidente la peor cara de la dictadura, la Constitución se volvió otra vez prioridad para los desencantados: ellos empezaron a añorar la democracia perdida, la misma que, años antes, pocos se habían preocupado por defender.
Cuando al fin recuperamos la democracia, muchos pudimos votar y elegir a nuestros representantes por primera vez en nuestras vidas. Tras la alegría inicial, nos esperaban otras desilusiones. En una primera etapa, el gobierno elegido parecía solo frente al poder militar remanente y frente a las trabas de una oposición poderosa. Los ciudadanos salimos a la calle a defender el sistema contra los golpes de Estado, pero el resultado volvió a desencantar a unos cuantos y la lucha por el poder terminó de mala manera. En la segunda etapa, fuimos los propios ciudadanos quienes quedamos solos ante una economía que nos ignoraba y que desembocó en una crisis pavorosa. El país vivía de prestado, regalaba su riqueza y derrochaba el resto; el desempleo estalló y el único negocio eran las finanzas de corto plazo; pero multitudes se dedicaban al consumo desenfrenado, cerraban los ojos ante la corrupción y hasta reeligieron al gobierno que las llevaba a otra crisis pavorosa. Por aquella época, un funcionario dijo: "Si no aplicamos la Constitución es porque no creemos en ella". Después de decirlo, fue designado ministro de Justicia. La Constitución fue reformada en 1994, con el habitual propósito reeleccionista, pero se intentó, como contrapartida, introducir nuevas limitaciones al Ejecutivo. Nada de eso funcionó, estuvimos al borde de una reelección adicional y la bomba económico-social estalló en las manos del gobierno siguiente, democrático pero ineficiente.
Una vez más, logramos salir de la crisis y por un tiempo, el país empezó a parecerse a un país con una democracia saludable. Sin embargo, pronto empezaron a aparecer las primeras señales de alarma: el Ejecutivo, una vez alcanzada la mayoría parlamentaria y más aún luego del recambio presidencial, manejaba a su antojo a los legisladores y les dictaba las leyes que debían sancionarse. Eran muchos los que aplaudían las medidas, desdeñando -como antes- la legalidad y el respeto a los procedimientos. Aerolíneas e YPF son meros ejemplos de esta actitud.
En los últimos tiempos, el desapego a las normas ha crecido a pasos acelerados. Las sirenas de alarma suenan con tal frecuencia que ya casi hemos dejado de sorprendernos. ¿Qué hemos hecho en tanto los ciudadanos? Sería injusto decir que no nos preocupamos: ha habido manifestaciones públicas espontáneas (es decir, sin ómnibus, show musical ni choripán); se han multiplicado las demandas de amparo y las investigaciones judiciales; una notable indignación cunde en muchos círculos urbanos. Sin embargo, la magnitud de estas reacciones es aún muy pequeña en proporción a la gravedad de los hechos. Y, además, es bastante tardía: no cobró impulso hasta que algunos indicadores económicos empezaron a revertirse. Una vez más, no nos acordamos de defender las instituciones sino cuando empieza a volver el desempleo, cuando la inflación se hace insostenible y sufrimos la burla de su negación, cuando el cepo cambiario priva a la gente de medios de ahorro.
Como ciudadanos, nos lamentamos, sí, pero la intensidad de nuestra queja no es proporcional a la dimensión de nuestros actos, y nuestros escasos actos no son proporcionales a la gravedad de lo que sucede. Hay fiscales que reciben amenazas que pretenden incidir en su desempeño o alejarlos de las causas que investigan. Los supermercados y las grandes tiendas de electrodomésticos reciben órdenes de no anunciar en los medios de comunicación críticos. La Presidenta anuncia que controlará los precios con militantes aun cuando desde hace nueve meses la organización de defensa del consumidor, Consumidores Libres, está suspendida. Se aprueban leyes que pretenden convertir al Poder Judicial en vasallo político del Ejecutivo. Un año después de la tragedia de Once, muere gente en la misma línea porque los trenes siguen sin mecanismos para frenar a tiempo. Los escándalos de corrupción estallan todos los días. Y, mientras todo esto ocurre, nosotros seguimos protestando en la intimidad de nuestros hogares y de nuestros trabajos.
¿No tenemos, todos, cierto grado de responsabilidad, por acción o por omisión? ¿Hasta dónde es cierto que nos importa lo que está pasando? ¿No es sorprendente que ocurran todas estas cosas y que no llueva una catarata de tuits, de pedidos en Facebook, de gente congregada pidiendo respuestas, reclamando por el fiscal amenazado, exigiendo saber los precios de los alimentos, el índice de inflación o el valor real de nuestra moneda? Como si votar en contra fuera lo único que podemos hacer o el único modo de protesta a nuestro alcance, parece que nos hemos resignado a ver cómo nuestra democracia se degrada frente a nuestras narices. Nuestra pasividad parece refrendar la idea que tienen nuestros gobernantes de una democracia plebiscitaria en la que basta ser electo para hacer con el país lo que les venga en gana. Y que para ser electo basta con sonreír y no decir nada que moleste? aparte de pertenecer a un mismo grupo habituado a un minué en el que lealtades y conflictos son intercambiables.
Lo nuestro ¿es apatía, desinterés o complicidad? ¿Por qué protestamos tanto y hacemos poco, expresamos amores y odios, y no practicamos la reflexión? Cabe aventurar algunas hipótesis. Probablemente muchas personas están agradecidas por favores recibidos, tanto en términos legítimos como en la tradición clientelista. Quizás otras, como de costumbre, estén esperando un subsidio, un empleo o alguna sinecura dependiente de contactos en la pirámide informal de las influencias. Seguramente, otras más están habituadas a menospreciar las formas constitucionales. Pero muchas, al parecer, se resignan a cualquier forma y volumen de corrupción por considerarla inevitable, porque se creen impotentes o porque no se sienten representados, creen que su voto no importa y ejercen una neutralidad casi entusiasta hasta que su propio bolsillo se vea afectado. Esto ha sido despreciativamente enunciado por un funcionario: mientras se aseguren el fútbol y el asado del domingo, todo estará bien.
El funcionamiento institucional de la República pareciera no importarnos tanto como los resultados de su ausencia, cuando ya es tarde. Tal vez los argentinos seamos así. ¿Estamos conformes con la imagen que este espejo nos devuelve? Somos famosos por nuestra constante actitud de queja, pero quizá nos convendría pensar que, como decía Einstein, si hacemos siempre lo mismo, es ilusorio esperar resultados diferentes.
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