Nos están escuchando
Detrás de cada publicidad que aparece en el celular se esconde un ejército de escuchas que analizan en tiempo real quién dice qué... y a veces se divierten
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En una oficina gris, con paredes descascaradas y debajo de un afiche de ATE Conducción, trabaja el encargado de escuchar todo lo que se dice para que después el celular muestre las publicidades. Detrás de cada oferta, 2x1 y banner que persigue a los usuarios hasta que deciden comprar se esconde un ejército de oyentes que escuchan, transcriben y arman cada publicidad. Están ahí, en las sombras, escuchando conversaciones infinitas de duración e insólitas de contenido. Cada smartphone es un puente hacia ellos, que deben darle de comer a ese algoritmo deseoso de ofrecer viajes a Cataratas, autos, zapatillas de marca, días de spa en zona norte y alquileres en Barracas.
Es sábado por la noche y ahí está el oyente, encerrado en su oficina subterránea. Está harto. No cansado. Harto. Le gustaría tener una ventana para que entre una brisa y lo transporte a un tiempo mejor. Pero no hay así que solo puede imaginar tiempos pasados. Recuerda cuando aceptó el trabajo y pensaba que sería una especie de James Bond y no lo que es ahora: un chusma. Creía que el trabajo estaría más que vinculado con el espionaje y menos con la yerba Taragüi. Quería para él misiones secretas en mercados árabes; estar vestido de beduino en el medio del desierto; hacerse pasar por empresario ruso en un cocktail de la embajada británica; tener noches de hotel con una doble agente alemana; pedir un martini agitado, no batido. Pero no, ahí está, metiéndole mano a unos bizcochos Don Satur y escribiendo lo que hablan dos borrachines.
Tipea mientras escucha las frases más insólitas e inconexas: “Si Lo Celso iba al Mundial no lo ganábamos”, “Una vez vi un perro manejando un auto”, “Si encaro a La China Suárez me da bola”, “Los terraplanistas tienen un punto”. Escribe sin parar mientras pone el cerebro en blanco. No le importa lo que escucha porque sabe que ahí no hay nada valioso. Y lo sabe porque eso que escucha ya lo dijeron antes, en otra salida, y ahora se hacen los desentendidos. Porque la amistad, piensa, es eso: repetir mil veces la misma anécdota y que el otro la festeje como si fuera la primera vez. Pero él no está en esa sobremesa. Él es el oyente que escucha, transcribe y alimenta al algoritmo de la publicidad.
Si le cambiaran el mate por la cerveza, podría estar sentado en esa mesa y reírse con ellos. Incluso a veces coincide: “Es verdad, si Lo Celso iba al Mundial no lo ganábamos”. Y también participa, en las sombras, de los juegos que se proponen los amigos: “Si fueras un programa de televisión de los 90, ¿cuál serías?”. Escucha respuestas como: “Xuxa” y “Martillo Hammer”. Y él opina en secreto: “Martillo Hammer es de los 80 y yo sería Brigada Cola”.
Entonces carga en el sistema todo lo escuchado para que el algoritmo haga su magia. Categoría fútbol: “¿Quién relata mejor: Closs o Vignolo?”; “Jugadores de primera división que jugaron en Racing y en Independiente”. Categoría política y medios: “Mejor jingle de campaña del peronismo”; “Pelea mediática preferida”; “Yanina Latorre es la mejor panelista del país”. Categoría vida cotidiana y esparcimiento: “En Palermo tenés que estacionar del otro lado de Córdoba”; “En Tinder es mejor poner pocos likes pero buenos que muchos y malos”; “¿Vos te creés que no nos están escuchando ahora?”.
El oyente carga todo al sistema, pero sabe que el algoritmo no podrá hacer nada con eso. No hay publicidad que encaje con esos dos amigos. Pero él tiene un trabajo: ayudar a que el cliente se encuentre con el producto. Así que se vuelve a poner los auriculares y sigue escuchando la conversación porque, después de todo, es su trabajo: “Si fueras un alfajor, ¿cuál serías?”.