No tiren más piedras en nombre de un pueblo imaginario
Cuando, en junio de 1956, Ernesto Sabato escribió una carta abierta titulada “El otro rostro del peronismo”, fingió dirigirse a un político nacionalista de la época; lo más probable es que el verdadero destinatario fuera Jorge Luis Borges. Los dos escritores tenían una opinión muy crítica del peronismo. Recuerda Sabato que, en septiembre de 1955, al escuchar por la radio la remota voz de Puerto Belgrano que anunciaba que la escuadra estaba frente a Buenos Aires y había dado un ultimátum, lloró de emoción. Coincidían en que estaban frente a una tiranía que debía ser erradicada.
¿Dónde estaban las diferencias? Borges, siempre tan afecto a la sutileza y los matices, por una vez era explícito: Perón era un monstruo y el peronismo, la barbarie. Es decir que no solo debían ser extirpados los jerarcas, sino también sus cómplices, abarcando en esta categoría a empresarios como Jorge Antonio y comunicadores como Luis Elías Sojit y, además, a toda la masa peronista. Sabato no olvidaba las persecuciones que el peronismo había infligido a los adversarios, ni las torturas a estudiantes, ni los exilios forzados, ni el insulto cotidiano, pero tenía una mirada mucho más comprensiva. Proponía la reconciliación con las masas, con los miles de obreros que habían sido encandilados por el espejismo.
Sostenía Sabato que el peronismo fue una historia de resentidos. ¿En qué podían creer esos obreros que trabajaban en Berisso, en Avellaneda o en los quebrachales del norte, y que eran encarcelados no bien intentaban una huelga, más que en alguien que parecía ajeno a la política, un soldado como Perón? De esa trágica desilusión con los políticos tradicionales nació el 4 de junio de 1943: había llegado la hora de las masas. El aprendizaje fascista de Perón en Italia, su olfato para la demagogia, su idoneidad para despertar las peores pasiones y su propia experiencia de resentido –hijo natural como era– capacitaban al ignoto coronel para convertirse en jefe, pero también en explotador de las multitudes.
Recuerda Sabato, sin embargo, que esa misma noche de septiembre de 1955, mientras doctores, hacendados y escritores como él festejaban en la sala la caída de Perón, en la antecocina había dos mujeres llorando. Dos mujeres que simbolizaban el dolor de miles de compatriotas humildes que sentían que, por primera vez, alguien les había prestado atención. No importaba tanto que esa escucha fuera interesada y que las demagógicas dádivas entregadas desde el Estado fueran el huevo de la serpiente de la inflación y los males que aflorarían en los años siguientes; lo que verdaderamente importaba era que toda esa gente se había sentido incluida. En definitiva, la querella intelectual entre Borges y Sabato, que los malquistaría por veinte años, consistía en que el primero pensaba que las multitudes habían seguido a Perón por meros motivos estomacales, el pan dulce y la sidra, mientras que el segundo creía que esa fe pararreligiosa en el líder obedecía a que les había conferido, bien o mal, una identidad.
Federico García Lorca le hace decir a un personaje en Bodas de sangre: “Dos bandos. Aquí hay ya dos bandos. Mi familia y la tuya”. En el proceso histórico argentino los dos bandos han sido irreductibles: las fuerzas racionales y las irracionales. En el lenguaje populista: el antipueblo ilustrado y el pueblo mítico. Y en el proceso hermenéutico también hay dos bandos: los que creen, como Borges, que lo irracional debe ser desactivado y los que creen, como Sabato, que lo irracional debe ser metabolizado por el sistema.
Este debate ha rebrotado frente al ocaso kirchnerista, un experimento que ha pretendido desdibujar la gramática republicana hasta límites extravagantes. Basta leer a Ernesto Laclau para entender que la división tajante de la sociedad no es contingente, sino consustancial al populismo. En toda sociedad se detectan demandas insatisfechas, cada una de las cuales tiene un referente que las encarna. Esas demandas se hilvanan. Luego se elige a uno de esos referentes, al que se denomina “significante vacío” (como un recipiente donde se puede poner cualquier cosa) para que unifique la representación de todos esos manojos de postergados. Así, se traza una frontera: los que verán satisfechas sus demandas y el resto de la sociedad, que pagará los costos. El campo nacional de un lado; los antipatria del otro. Esta delimitación, que es el núcleo discursivo de todo populismo, labró el campo simbólico en las últimas dos décadas. Se nutrieron de ese artilugio igual que los vampiros se alimentan con sangre.
Con los jerarcas del régimen y con sus cómplices no es concebible ningún acuerdo. No incurramos en la tontería de querer reconciliarnos con los delincuentes, ni con los secuaces, ni con los que traficaron bajamente sus votos en el Congreso, ni con los que han usado el aparato estatal para enriquecerse y maltratarnos. ¿Quién dijo que un consenso artificioso, por sí mismo, es superior al conflicto? ¿Dónde está escrito que algún tipo de hegemonía es mejor que el pluralismo y el disenso? ¿Qué ganaríamos llamando “empresario de medios” a Cristóbal López, “filántropo de hoteles y latifundios” a Lázaro Báez o “tribuno alfonsinista” a Leopoldo Moreau, en vez de denominarlos por su verdadero y trágico nombre? ¿Qué ganaríamos rebajando nuestro discurso, dejando de denunciar los robos, el corporativismo, el capitalismo de amigos y la debacle económica y ética en la que el kirchnerismo ha sumido al país?
Grandes países como Alemania nos muestran que los traumas históricos no se superan barriendo el hollín debajo de la alfombra, sino asumiendo su ethos. La mejor fórmula para recaer en una enfermedad es negarla. Hay una muy buena película de Michael Haneke sobre el problema de Francia y Argelia, cuyo nombre ya da una idea de por dónde transita su argumento: se llama Caché, que en francés quiere decir “escondido”. Lo que se esconde siempre reaparece.
En cuanto a los simpatizantes, median enormes diferencias entre aquellas masas que después de 1955 permanecieron hechizadas, bajo la consigna “Luche y vuelve”, y las actuales, que, desencantadas, acuden a las marchas por mera inercia y disciplina burocrática. Muchos ya empiezan a migrar hacia novedosos líderes antisistema, mascarones de proa que otra vez se presentan como ajenos a la política: el soldado devino rockero. Tal es la distancia que Perón sufrió una proscripción concreta mientras Cristina usa un grotesco disfraz de proscripta para esconder que no es competitiva.
Queda un lote melancólico anclado en presuntos paraísos perdidos. Hay que admitir que el kirchnerismo operó sobre el terreno fértil de cinco lustros de frustraciones: la caída en el abismo de una dictadura criminal, el cierre de pequeñas empresas barridas por competencias desleales, la desocupación, la convertibilidad como religión laica y el colapso de 2001. Una vez que entendamos los motivos profundos que llevaron a muchos argentinos a seguir un proyecto fatalmente fallido podrá haber porosidad y empatía. Pero ¡cuidado! No incurramos en el sofisma inverso que ha usado siempre el populismo, según el cual ellos representan la legitimidad moral y las capas medias no son sino “malas personas”, “insensibles” y “basura”. Será necesario que acepten las reglas democráticas: no se tiran más piedras en nombre de un pueblo imaginario.