No te mientas más, no iba a pasar
Ya pasó la mitad del año y abandonaste todo lo que prometiste en la cena de fin de año; ¿el gimnasio? Adiós; ¿Pilates? Chau; ¿el curso de programación? Ni lo empezaste
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Fue todo mentira. Todo, pero todo. No solo que no se cumplió la promesa, sino que ni siquiera se intentó pilotearla, disimular, armar una rutina para que alguien diga: “Mirá vos, este quiere hacer algo distinto”. Sí, todo fue mentira: la dieta fue abandonada, el gimnasio no se empezó –aunque sí se pagó– y el curso de corte y confección quedó en el olvido. Las clases de inglés jamás existieron, la idea de soltar un poco el trabajo y llegar temprano a casa quedó tapada por el presupuesto pedido sobre la hora.
La mentira empezó en la cena de Fin de Año, o quizás en la sobremesa de Navidad o en el brindis de la fiesta de la empresa. Ante un ciclo que se renueva, como lo es el cambio de calendario, el ser humano corre detrás de objetivos con la ilusión de cumplirlos y tener un año diferente. Pero poco a poco esa promesa se desmorona.
La mentira comienza a caer por culpa de la meteorología. El 1º de enero ya se da por perdido. No hay gimnasio ni curso de costura ni ningún negocio abierto. Ya el 2 de enero hay que acordarse de lo que uno prometió y encima el termómetro marca más de treinta grados, hay humedad, mosquitos, y hay que ir a las reuniones con amigos que no se llegaron a juntar antes de fin de año. Enero está perdido.
La segunda oportunidad es en febrero, pero solo tiene 28 días y casualmente uno tiene que irse de vacaciones, o reemplazar al compañero de trabajo que se fue, y además comprar los útiles del colegio de los chicos, hacer el service del auto porque esa luz en el tablero no deja de titilar y pagar el ABL, las patentes… como diría un señor que se hizo muy conocido en los últimos meses: “No hay plata”.
Luego los caminos se bifurcan. Por un lado, están los que intentaron mentirse un ratito y se anotaron en ese taller de literatura, en ese grupo de runners que se juntan todos los miércoles a las siete de la tarde en el Parque Saavedra, en ese curso de programación a distancia para ganar en dólares desde la comodidad de su hogar. Son los que pagaron la primera cuota y fueron una vez, quizá dos. Los que hasta decidieron invertir y se compraron las zapatillas para correr, la malla para ir a natación, la raqueta para las clases de tenis los sábados a la mañana en la sede social del club Merlo. Son entusiastas, gente que no se rinde y se obliga a sí misma hasta que la vida los tira para abajo. Lluvia, un cumpleaños hasta tarde, sueño acumulado, olvidos, pocas ganas. De a poco la máquina de coser comprada por Mercado Libre, los rollers para deslizarse por la costanera de Vicente López y el traje de karate quedan a abandonados en el fondo del placard, junto a las mancuernas compradas el verano pasado, cuando se prometieron a ellos mismos entrenar para la media maratón de Buenos Aires.
Y después están los otros, los que ni siquiera lo intentaron. Y mucho peor: los que ni se acuerdan de que lo prometieron, que saben que todo fue una gran mentira para conversar un ratito con la tía en la sobremesa. En ese momento, la frase fue: “Sí, podría anotarme en natación, eh”. Pero el pensamiento real fue: “Ni loco voy a esas piletas reventadas de cloro en junio a tomar frío, menos los jueves que hay Copa Libertadores”. Esas son las personas más felices, porque no gastaron dinero, ni tiempo, ni ganas y no tuvieron que mentirle a nadie –empezando por ellos mismos– con falsos proyectos.
Son los que siguieron con su vida, no se ataron a ninguna dieta, siguieron comiendo como si no hubiera mañana y haciéndose problema por las mismas cosas. Lo mejor de todo es que se ahorraron la doble explicación que sí enfrentaron aquellos que se embarcaron en un cambio de vida destinado a naufragar. No tuvieron que explicarle a nadie que se iban temprano del trabajo porque empezaban el gimnasio y, semanas más tarde, ante la pregunta incómoda, no tuvieron que admitir la derrota: “No, ya no estoy yendo, se me complicó”.