No son las PASO, es la ley
¿Apostamos a un país subordinado a las normas o las acomodamos a nuestro antojo y conveniencia? El imperio del oportunismo ha vuelto a la Argentina impredecible
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¿Eliminar o mantener las PASO? Parece un debate de la política, pero en el fondo es una discusión sobre el valor de la ley en la Argentina: ¿apostamos a un país subordinado a las normas o las acomodamos a nuestro antojo y conveniencia? ¿Respetamos las reglas o las cambiamos en la mitad del partido? Es eso, en definitiva, lo que está en juego en este dilema coyuntural.
Buena parte del oficialismo ha descubierto que, esta vez, las PASO podrían complicar su estrategia electoral. ¿Qué propone, entonces? Suprimirlas. Así como en 2009 las impusieron por conveniencia propia, ahora buscan eliminarlas por la misma razón. Lo que guía la acción política no son las ideas ni los principios; mucho menos las convicciones. El interés y la ventaja –siempre cambiantes y volátiles– se imponen para acomodar las reglas a la necesidad del momento.
El imperio del oportunismo ha convertido a la Argentina en un país impredecible. Lo único estable y permanente son el parche y la improvisación. El cambio siempre es camaleónico y superficial. Responde a una táctica cortoplacista, sin otra ambición que perpetuarse en el poder. El problema es que esa cultura nos ha traído hasta acá. Un país que no ofrece seguridad jurídica es un país que desalienta la inversión, los proyectos de largo plazo y, por supuesto, cualquier vocación de riesgo. Hay, entonces, una relación directa entre el cambio súbito y constante de reglas (sean económicas, electorales o de cualquier otro tipo) y el deterioro material y espiritual de la Argentina.
Si el gobierno de turno acomoda el sistema electoral a su conveniencia momentánea, ¿por qué esperaríamos que la sociedad se ajuste a las normas y no busque eludirlas, ignorarlas o burlarlas según su propio interés? No se trata de las PASO, sino de la relación entre el poder y la ley.
Sin ser un problema nuevo, cada vez es más notorio en la Argentina el desapego de la norma. Es un fenómeno que se impregna en el comportamiento social y se extiende como una mancha de aceite en diferentes escalas. Se consolida la idea de que la transgresión no tiene consecuencias y de que “todos lo hacen”. Como el poder no da el ejemplo, el resto se siente habilitado. Ya no solo se trata de eludir o de ignorar la ley, sino de cambiarla cuando no nos conviene.
La sensación de que todo es provisorio y que lo que rige hoy puede cambiar mañana es otro rasgo que también condiciona la cultura del ciudadano, del inversor, del ahorrista o del propio consumidor. ¿Con qué certeza se pueden hacer planes y apostar a proyectos de largo plazo? ¿Qué garantías encuentra una empresa que no sabe si mañana le cambiarán las reglas de juego sin respetar siquiera los derechos adquiridos? ¿Qué tranquilidad puede tener un ahorrista en un país que amanece día por medio con un nuevo cepo?
El impulso para suspender las PASO nos conecta, en definitiva, con estos interrogantes. Si son capaces de alterar el reglamento electoral a las apuradas, ¿qué ley estarán dispuestos a respetar si les plantea un obstáculo?
Hemos naturalizado que los mismos legisladores que votaron con fervor la privatización de YPF hayan exhibido un idéntico entusiasmo para aprobar su reestatización. O que los mismos que apoyaron, en la provincia, el límite a las reelecciones de intendentes hayan virado después a la posición exactamente inversa. O que se impulsen cambios en la Corte o en el Consejo de la Magistratura con la ligereza y el apuro que marcan las necesidades personales. Puede haber cambios y evoluciones, pero hay piruetas en el aire que cuesta entender, y mucho más explicar. La coherencia parece otro de los valores extraviados en la política argentina.
La democracia consiste, precisamente, en reconocer los límites de la ley y la Justicia. Cuando se empiezan a correr esos límites, y se ubica por encima el interés sectorial o individual, se pone en riesgo algo más que la confianza de los inversores y de los propios ciudadanos: se debilitan los cimientos del andamiaje institucional. Se consolida la idea de que el poder no se subordina al sistema, sino que lo cambia, lo moldea y lo distorsiona según su propio beneficio.
Una mañana se levanta el ministro del Interior y avisa que “estamos pensando” en eliminar las legislativas de medio término. Hasta la Constitución parece verse como una servilleta que se puede tachar y reescribir en las sobremesas del poder. Quizás el ministro De Pedro haya leído la frase de un asesor de Boris Yeltsin citada por Emmanuel Carrère en su obra Limónov: “La democracia está bien, pero sin elecciones es más segura”.
Este último debate sobre las PASO apela, para encubrir la trampa y el cálculo oportunista, a algunos argumentos que pueden sonar razonables. Por supuesto que el de las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias es un sistema con muchos aspectos discutibles. Habría que empezar por preguntarse con qué fundamento se obliga a los ciudadanos a involucrarse en procesos internos de los partidos, cuando la intervención en la vida de cualquier organización política debería ser optativa y no obligatoria. Tal vez la explicación haya que rastrearla en una cultura reglamentarista que, desde hace décadas, se ha apoderado de la política y del Estado. Muy diferente, desde ya, es la discusión –también legítima– sobre la obligatoriedad del voto en elecciones generales.
También sería razonable reparar en los costos de ese operativo electoral y en la fatiga cívica, además del impacto en la estabilidad institucional que puede implicar la superposición y superabundancia de elecciones en un período corto.
Sobre los costos, cabe preguntarse por la legitimidad del argumento, esgrimido por un gobierno que no ha ajustado un solo gasto del Estado y que dilapida recursos en los manuales de Victoria Donda, los viajes chárter para abrazarse con Lula y el festival de designaciones para la colonización militante de ministerios y organismos nacionales, provinciales y municipales.
Se ha dicho, con razón, que las primarias cumplen el rol de una megaencuesta nacional que anticipa y condiciona la verdadera elección. En 2019 se vio que ese resultado anticipado puede erosionar en forma prematura la fortaleza de un gobierno y provocar un cimbronazo económico.
El problema es que la política hoy no está debatiendo estos aspectos de las PASO, aunque los ponga sobre la mesa por pura y simple especulación del momento. Otra vez: no se discuten ideas, sino ventajas.
Quizá la discusión podría tener otro espesor, y otra calidad ética, si se estableciera que cualquier cambio en las reglas electorales solo podría aplicarse cuatro años después de su aprobación. Eso despegaría las reformas del interés coyuntural de sus impulsores y las dotaría, en consecuencia, de mayor seriedad y legitimidad. Una condición de ese tipo podría marcar una distinción entre “cambios” y “trampas”; entre reformas estructurales y alteraciones oportunistas.
Otro aspecto resulta insoslayable: ¿se puede discutir el sistema electoral sin poner en revisión la boleta sábana de papel y la vieja urna de cartón? ¿Qué confianza puede inspirar una reforma que no incluya el voto electrónico, como el que acaba de lucirse en las elecciones de Brasil? Imaginemos en la Argentina un ballottage tan reñido como el de Lula-Bolsonaro con urnas que viajan en lancha y en tractor por caminos polvorientos o por ríos del interior como en el siglo XIX. Todo nos remite otra vez al verdadero espíritu con el que se impulsan estas discusiones: ¿es por vocación modernizadora y reformista o por afán de sacar ventaja y llevar agua para su molino?
La falta de apego a las normas y de honestidad en el debate público alimentan un clima que acentúa la compleja crisis de la Argentina, en la que el deterioro económico se combina con una degradación educativa y moral. Hoy es por las PASO, ayer fue por las importaciones, por la Corte y por el dólar turista. Mañana será por otra cosa. En ese cambio permanente de las reglas de juego está la explicación de un país cada vez más pobre, más inseguro y más desesperanzado. ¿Seremos capaces de ajustarnos a la ley?