No seamos cómplices de la catástrofe ambiental
Se impone obrar en consecuencia, y sin hipocresía, con los protocolos para evitar el cambio climático
Ya sabemos cómo se debe proceder para impedir las consecuencias extremas del cambio climático. Sin embargo, no obramos en consonancia con ese saber. Más aún, actuamos en sentido antagónico al que exige ese saber. De poco sirven las advertencias de las últimas cumbres del clima. En ellas se decide hacer lo que no se va a hacer. Como si la ya tradicional manera de explotar nuestros recursos fuera inmune a los acuerdos internacionales, a las promesas de las que se vanagloria cada político, en cada país.
El año 2016 ha sido el más caluroso jamás registrado. La NASA ha certificado que en ese período se ha roto el récord mínimo de hielo en el Ártico y la Antártida. Todo esto, que constituye una evidencia atroz, no parece ser algo que se haya entendido. La tragedia del cambio climático, en los próximos años, no será el resultado de la ausencia de políticas que promuevan el empleo de energías renovables, sino de la irrelevancia de esas políticas frente al mantenimiento de los niveles de emisión de combustibles fósiles como de su aumento descontrolado.
Proseguirán las cumbres climáticas; proliferará el empleo de recursos renovables. Pero no se verán atenuadas las emisiones de dióxido de carbono, ni la deforestación, ni algunas prácticas agropecuarias que contribuyen al aumento de la temperatura del planeta.
Ya hay comunidades sujetas a situaciones climáticas extremas. No es algo que ocurrirá en un remoto mañana. Estas comunidades ilustran la vulnerabilidad más radicalizada, propensa a generar nuevas oleadas migratorias: las de los refugiados climáticos, concepto ajeno al orden jurídico internacional, pero apropiado para definir el carácter de estas víctimas. Superan los 25 millones las personas que se han visto forzadas a abandonar sus hogares por inundaciones, tormentas y sequías. Las dimensiones de esta tragedia son colosales. De acuerdo con las proyecciones del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), entre 250 y mil millones de personas podrían verse obligadas a trasladarse a otra región de su país o al extranjero, durante los próximos 50 años, si el calentamiento global no se detiene.
La Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos advirtió que existe una correlación causal entre las condiciones climáticas sufridas por Siria entre 2006 y 2011 y el origen del conflicto actual. Según la institución, la sequía que padeció el país es, en parte, antropogénica. La liquidación de casi el 60% del sector agrícola y la muerte de más del 80% del ganado en el norte de Siria, combinadas con otros problemas derivados de una gestión deficiente del gobierno, provocaron el éxodo de más de un millón y medio de personas del campo a las ciudades. Si bien la sequía no causó la guerra ni la migración masiva, ha sido uno de los factores de mayor influencia en la inestabilidad política de la región. El panorama es desolador para quienes sufren fenómenos climáticos extremos que obligan al abandono de sus tierras en busca de una oportunidad en otros lugares.
El delito ambiental consiste en proceder como si esto no estuviese ocurriendo. La necesidad de sostener los negocios a cualquier precio genera una tragedia social y cultural, no sólo un drama económico. No es que no pasa lo que sucede, como sostienen los negacionistas. El problema es que para que pase otra cosa tienen que transformarse hábitos muy difíciles de desarraigar. El pensamiento coyuntural es incompatible con las medidas que exige la contención del cambio climático. Aproximadamente, el 80% de la energía primaria del mundo proviene de compuestos de carbono -petróleo, gas y carbón- que, al ser utilizados, emiten los gases de efecto invernadero que causan el aumento de la temperatura del planeta. Para 2050 necesitamos una economía mundial casi por completo libre de emisiones de carbono. Sólo así se evitará que el calentamiento global quede fuera de control. Y los gobernantes del mundo saben que para impedirlo deben cambiar un sector básico de la economía mundial a escala global. Pero ello implicaría dejar bajo tierra, sin utilizar, reservas de combustibles fósiles: una utopía para los adoradores del dinero.
La propuesta no consiste en no desenterrar la riqueza, sino en que las proporciones en que lo hagamos se adapten a las necesidades de la preservación del planeta. Quienes mayor responsabilidad tienen en la lucha contra el cambio climático son, a menudo, los que con mayor intensidad lo incentivan. China y Estados Unidos, países que ratificaron el acuerdo climático de París, responsables del 40% de las emisiones de carbono del mundo, promueven las energías renovables, pero al mismo tiempo multiplican el uso de combustibles fósiles. China planea construir más de un centenar de nuevas centrales térmicas a carbón para mantener puestos de trabajo y la administración Trump acaba de dar nuevo impulso a la producción y el consumo de combustibles fósiles a través de dos proyectos que parecían olvidados por su impacto ambiental: el oleoducto Keystone XL, que vincula Canadá con Estados Unidos, y el oleoducto de Acceso de Dakota, bajo el lago Oahe, en Dakota del Norte. Los mismos que promueven el empleo de energías limpias, no dejan, simultáneamente, de extraer petróleo y carbón en la forma en que siempre se lo ha hecho. No se trata de evitar la catástrofe, sino de simular que se lo está haciendo.
Quienes no pueden actuar en consonancia con el saber que los previene sobre los riesgos extremos que les impondrá el porvenir, se desentienden de las consecuencias de sus actos. El hombre del presente opta por la rentabilidad de la coyuntura a expensas del futuro. Como si nada de lo que sucede en el planeta le exigiera actuar de otro modo y con urgencia. Y ello, sin dejar de estar al tanto de la catástrofe que se avecina. Ese desenlace, ciertamente irremediable, sólo podrá evitarse si la reflexión sobre el mediano y largo plazo recupera su lugar en la sensibilidad de quienes integran los centros mundiales de decisión.
El rasgo distintivo del animal es que está atrapado en la pura inmediatez. A medida que el hombre pierde la noción ética del mediano y largo plazo, se sustrae a la dimensión del tiempo que caracteriza a nuestra especie. Diríamos, en este sentido, que se deshumaniza. De allí que las agencias de energía debieran ser independientes de las políticas partidarias, con alta formación técnica y con gran participación ciudadana. Se requiere independencia política para pensar y actuar en relación con el largo plazo.
Aplicar medidas que promuevan el empleo de energías renovables sin atenuar el ritmo de extracción de recursos fósiles es un procedimiento perverso. Si no tenemos suficiente poder para impedirlo, tengamos al menos coraje para denunciarlo. Se trata de un llamado imprescindible a la convivencia planetaria que no distingue culturas, ni etnias, ni contextos ni circunstancias. Porque, al envenenar la tierra, el hombre, consumido por su voracidad económica, condena a su descendencia. La riqueza que acumula de nada les servirá a quienes, como herederos, no tengan posibilidad de disfrutarla ni dónde hacerlo. Porque también serán herederos de una tierra devastada.
Sólo habrá lugar para el futuro si en el presente se logra salir de la celda del mero oportunismo. Aplicar medidas que alienten el empleo de energías renovables, sin atenuar el ritmo de extracción de recursos naturales fósiles, es un procedimiento que demuestra hipocresía. El doctor Jekyll es Mr. Hyde.
Luis Castelli es miembro fundador de Funafu (Fundación Naturaleza para el Futuro) y Santiago Kovadloff es filósofo