No se trata de cuotas, sino de futuro
Se consolida la sensación de vivir en un país imprevisible, donde las reglas de juego son provisorias y un manotazo del Estado puede alterar cualquier plan, sin mínimas garantías de estabilidad
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Hay medidas que solo parecen afectar al bolsillo y que, sin embargo, tienen un impacto más profundo, acaso menos visible, pero con secuelas de muy largo plazo. Cuando una mañana nos levantamos y nos enteramos de que el Gobierno suspendió la compra de pasajes en cuotas, ocurre algo más que la alteración de proyectos personales: se consolida la sensación de vivir en un país imprevisible, donde las reglas de juego son siempre provisorias, en el que un manotazo del Estado puede alterar cualquier planificación familiar y en el que no existen mínimas garantías de estabilidad. Se trata de una sensación que va más allá de la economía y que provoca marcas en el ánimo colectivo. En un país donde nada es estable ni seguro, es inevitable que todos nos pongamos a la defensiva, que reprimamos –incluso– nuestro impulso de asumir riesgos y que veamos desalentadas las energías y el entusiasmo en todos los planos. No te quitan las cuotas; te quitan la posibilidad de proyectar.
En estos días se cumplirán veinte años del doloroso diciembre de 2001. Nos servirá para comprobar el trauma que aquel cimbronazo ha dejado en nuestra experiencia colectiva. Porque cuando se rompen contratos, se alteran súbitamente los acuerdos tácitos y se disponen medidas draconianas, los efectos subterráneos marcan el espíritu de varias generaciones. Se verifica aquello tan elemental, pero tan cierto, del refrán popular: “El que se quemó con leche ve una vaca y llora”. Volver a confiar puede llevar décadas.
Los últimos dos años han agregado una colección infinita de medidas cuyas secuelas todavía no podemos cuantificar, pero que van a condicionar, seguramente, los reflejos de la sociedad argentina durante muchos años. Cuando el Estado pega manotazos arbitrarios, recorta libertades de un plumazo, impone cepos acá y allá, deja a compatriotas varados en el exterior, saca impuestos de la galera y dicta o elimina “protocolos” al compás de las necesidades políticas, hace mucho más daño que el que pueda derivarse de cada una de esas medidas: aniquila la confianza de los ciudadanos, mata el entusiasmo colectivo y siembra el temor a lo imprevisible. Son variables, sin embargo, que la política no parece dimensionar. Forman parte de la cultura del parche permanente, en la que lo único que parece contar es el efectismo y la inmediatez, aunque muchas medidas ni siquiera tienen el resultado cortoplacista que se proponen.
Cualquiera de los cepos que se pongan bajo la lupa tendrá, en el largo plazo, efectos muy negativos. ¿Qué productor agropecuario se animará a expandirse, a invertir más y a planificar con ambición después del cierre arbitrario de las exportaciones de carne? Son medidas, además, que no solo impactan en los damnificados directos. Aunque no produzcan carne ni estén vinculados a esa industria, ¿qué inversor decidiría arriesgar su capital en la Argentina de los cepos? ¿Quién va a traer dólares a un país donde lo provisorio dura más que lo permanente y donde una simple resolución puede alterar cualquier contrato?
La suspensión de los pasajes en cuotas es un buen ejemplo, además, de la ligereza con la que se toman este tipo de medidas. Quedó claro que ni siquiera fue analizada ni sopesada en la “mesa chica” del poder. No se conversó con los operadores turísticos ni se les anticipó a las líneas aéreas; no se dio tiempo a que el mercado se acomodara; no se evaluaron alternativas. Y, por supuesto, tampoco se le explicó a la sociedad, a la que se le imponen cambios abruptos e inconsultos sin asumir, al menos, la obligación de fundamentar y de registrar, con una mínima sensibilidad, los costos de esas medidas.
Con el bagaje de una folletería ideológica que se nutre básicamente de prejuicios, el poder se regodea con decretazos que le duelen a la clase media y devalúan su calidad de vida. No aplica cepos con resignación y pesar, sino con regocijo y alevosía. En eso sigue una línea de coherencia: con el mismo espíritu cerraron escuelas y comercios, y recortaron libertades durante la cuarentena indefinida. “El que viaja al exterior no es pobre; así que, si quiere ir, que se lo pague”, dijo ante la suspensión de las cuotas el ministro de la Producción, Matías Kulfas. Le faltó decir “no nos importa”, pero dejó en claro que eso es lo que pensaba. No solo es un razonamiento que revela cierta indigencia conceptual, sino que además abreva en la demagogia e incentiva los resentimientos. ¿Es un pecado no ser pobre en la Argentina? ¿El Gobierno cree que son los ricos los que compran pasajes en cuotas? Se apela al estereotipo casi caricaturesco, en lugar de hacer un esfuerzo por comprender las complejidades y los matices del entramado social. Las palabras oficiales ni siquiera disimulan la hostilidad hacia un sector social que presumen alejado de su caudal electoral. Solo en los folletos de un populismo ramplón se asocian los viajes al exterior con una especie de tilinguería hedonista de una clase media a la que se estigmatiza y se pone bajo sospecha. Subyace, además, un planteo casi extorsivo: “¿Cómo te vas a quejar, en un país con 40% de pobres, por no poder viajar en cuotas?”. No es solo demagógico: es el tipo de razonamiento que reproduce la pobreza. No se contempla que de la industria turística y aeronáutica dependen también decenas de miles de operarios, mecánicos, asistentes, pequeños proveedores y personal de servicio. Creer que el cepo a la carne solo afecta a grandes productores agropecuarios es ver las cosas con ese prisma deformante del simplismo ideologizado. No computan que el cierre de las exportaciones también afecta a peones rurales, obreros de frigoríficos, veterinarias de pueblo y una infinita cadena engarzada en la producción agropecuaria. ¿Quién va a generar empleo y oportunidades de progreso si no lo hacen esos sectores productivos?
El futuro no se construye sin largo plazo y sin confianza. Medidas como la que acaba de sumarse debilitan aún más esos dos requisitos indispensables. En un país que se ha acostumbrado a vivir sin crédito y sin moneda, se crea una cultura cada vez más alejada de la planificación, la inversión y el ahorro. Ahora 12 era apenas un simulacro crediticio, pero al menos le daba respiro y posibilidades a una clase media carcomida por la inflación. Con los pasajes al exterior, el Gobierno acaba de estrenar el “Ahora cero”, metáfora de una Argentina que ya tiene el horizonte en las narices. Lo que está en danza no es un mero plan de cuotas, sino cómo concebimos las nociones de estabilidad, de previsibilidad, de contratos tácitos y de respeto a las reglas de juego. El riesgo de levantarnos una mañana cualquiera y encontrarnos con un cambio abrupto en las normas que ordenan nuestra economía (y por lo tanto nuestra vida) provoca –de manera consciente o inconsciente– un temor que nos retrae y nos causa desaliento. Conspira contra todo lo que implica largo plazo, desde la educación hasta la inversión.
A veinte años de 2001, a más de treinta de la hiperinflación y a casi medio siglo del Rodrigazo, la Argentina todavía lidia con las marcas de esos traumas. No fueron solo crisis económicas, sino fuertes cimbronazos emocionales que han dejado huellas psicológicas que, varias décadas después, persisten en la sociedad. ¿Qué hemos aprendido de esas crisis? Las naciones que se han repuesto de traumas profundos lo han hecho sobre la base del aprendizaje. ¿Nosotros capitalizamos nuestros propios fracasos o nos encaminamos a repetirlos? ¿Nos dejarán mirar más allá de mañana? La clase media, que ha sido el gran motor de la Argentina, merece otra comprensión de parte del poder. Su queja fundamental no es por la falta de cuotas, es por la falta de futuro.