No se puede jugar con las palabras; no se puede banalizar el mal
Para el populismo y la izquierda los derechos humanos son una “herramienta táctica”; alcanzan para sus compañeros, pero esas garantías para los “burgueses” no son necesarias ni deseables
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En un punto es posible estar de acuerdo: sean 8000 o 30.000, en todos los casos los desaparecidos fueron víctimas de una dictadura militar. No sé si el acuerdo incluye los crímenes cometidos por parte del gobierno peronista que ejerció el poder desde 1973 hasta 1976. No es un tema menor. Cuando los militares tomaron el poder el 24 de marzo de 1976, el hábito de asesinar al margen de la ley estaba instalado. Los militares “perfeccionaron” lo que iniciaron Perón e Isabel.
Palabras más, palabras menos, me temo que hasta aquí llegan los acuerdos con las organizaciones populistas de izquierda que agitan la consigna de los 30.000 desaparecidos. No necesito abundar en explicaciones para dar cuenta de mi rechazo a la dictadura militar, rechazo que en mi caso incluyó estar detenido dos años y luego haber sido uno de los primeros en Santa Fe en organizar la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, en tiempos en que éramos pocos los dispuestos para esa tarea que, por supuesto, no estaba rentada.
Ya para entonces las diferencias con la izquierda populista estaban planteadas. La propia concepción acerca de los derechos humanos no era la misma, por más que la lucha contra la dictadura disimulara las diferencias. A no llamarse a engaño: para el populismo y la izquierda los derechos humanos son una “herramienta táctica”. Los derechos humanos alcanzan para sus compañeros; esas garantías para los “burgueses” no son necesarias ni deseables. La frase: “Al enemigo ni justicia”, no la pronunciaron ni Lenín ni Trotsky ni Stalin, a quienes nunca les tembló ni el corazón ni el pulso para ordenar masacres. No, no la pronunciaron ellos, pero seguramente hubieran aprobado la sentencia del “primer trabajador”.
Nunca compartí los operativos militares de la guerrilla y sus estrategias de poder. Esa disidencia, sin embargo, no me permitía admitir la tortura, el secuestro, el robo de niños y los botines de guerra por parte de los militares. Rechazaba la dictadura, pero no compartía el accionar de la guerrilla. Y mucho menos el tipo de sociedad que pretendían construir. No se equivocaba Todorov cuando dijo que en los años setenta la única revolución triunfante fue la de Camboya. Y en 1979 la de Irán y la de Nicaragua. Qué belleza. Pol Pot, Khomeini y Daniel Ortega. Paso.
Para principios de los años 80, el objetivo de los derechos humanos era la libertad de los presos, recuperar el Estado de Derecho y juzgar a los militares comprometidos con el terrorismo de Estado. Ya para entonces las diferencias con la izquierda populista eran definitivas. Para ellos, el Estado de Derecho nunca fue más que un reclamo táctico. Pequeña diferencia: los derechos humanos para afirmar la democracia y el Estado de Derecho, o los derechos humanos como coartada para construir regímenes despóticos.
Los derechos humanos como conquista del humanismo, o los derechos humanos como mascarada; los derechos humanos como concepto universal, o como privilegio de una facción. La desmesura es uno de los atributos de culturas políticas que suponen que el nuevo hombre y la nueva sociedad se forjan sobre una montaña de cadáveres. Stalin, Mao, Fidel algo sabían al respecto. La desmesura en los términos planteados por Camus; la desmesura como pretensión desbordada con la certeza de que la historia y Dios están de su lado. Cruzados revolucionarios que suponen que todo les está permitido, incluso mentir, traicionar y matar en nombre de los grandes objetivos revolucionarios. En el camino, ateos y devotos, no vacilan en demonizar a sus enemigos, una demonización que incluye a los calificados como “cómplices objetivos” del mal.
Así se comportaron los comunistas en Alemania y en Italia calificando de fascistas a todos los que no se sometieron a sus planes. De Willy Brandt a los hermanos Roselli; de León Blum a Manuel Azaña, todos fueron calificados de fascistas. Es verdad que el nazifascismo hizo todos los “méritos” históricos posibles para transformarse en sinónimo del “mal”. El Holocausto así lo corrobora. La humanidad en el siglo XX padeció la peste del fascismo y una de sus consecuencias letales: el genocidio. “Genocidio” y “fascismo”. Palabras trágicas portadoras de pesadillas y muerte. No se puede jugar con ellas. No se puede banalizar el mal. Sin embargo, lo siguen haciendo. Cualquiera que se anime a sostener una disidencia con la vulgata oficial es estigmatizado con el adjetivo de “facho”. Poner en duda la cifra de 30.000 desaparecidos da lugar a la calificación de fascista y negacionista. Si esto es así, yo sería fascista y en consecuencia negacionista. Y ya que estamos, un partidario de la dictadura militar, cuando no un cómplice de Astiz, Etchecolatz y el compañero Massera.
Paren la función y empezamos de vuelta. Hubo una dictadura militar, hubo terrorismo de Estado, hay militares juzgados y condenados. Los juicios y las condenas se realizaron bajo las normas del Estado de Derecho. No hubo paredones ni tribunales populares ni se arrancaron confesiones con la picana. Las condenas se hicieron extensivas a los jefes de la guerrilla, la mayoría de ellos indultados por el peronismo. Ellos y los jefes militares. De los crímenes cometidos antes de 1976 ni una palabra. Menos pregunta Dios y perdona.
¿Hubo dos demonios? En estos temas las metáforas más que iluminar oscurecen. Lo seguro es que militares y guerrilleros suponían que el orden deseable debía construirse sobre una montaña de cadáveres. Estoy hablando de hechos que sucedieron hace más de cuarenta años. El tema merecería ser atendido por historiadores porque pertenece al pasado. Por supuesto que las actuales corporaciones de los derechos humanos no van a estar de acuerdo, porque se lo impide su ideología y sobre todo sus intereses. Lo siento por ellos, pero la tragedia ocurrida en la Argentina no tiene nada, absolutamente nada que ver con lo sucedido con Hitler y Mussolini en Europa. Términos como genocidio y fascismo no deberían ser manipulados invocando la causa de los derechos humanos. Insisto acerca de la desmesura. En la Argentina hubo terrorismo de Estado, pero no hubo fascismo y mucho menos genocidio. Bastante terrible fue lo que nos tocó pasar como para que ahora debamos soportar a los mercaderes del dolor, quienes además quieren imponer con una ley su mirada tramposa y alienada de lo real.
Si la verdad es una palabra que significa algo, en la Argentina tampoco hubo 30.000 desaparecidos. No se puede ni se debe sostener una cifra con la cantinela de un experto en marketing o con la alienación de quienes quieren aferrarse a mitos degradados. No hay treinta mil desaparecidos, porque a esta altura de los hechos esa cifra debería estar acompañada de los nombres y apellidos de los muertos. Y esos nombres no están. Y no están porque nunca estuvieron, porque fue una cifra motivada por la desmesura y por la necesidad de obtener recursos. Y al respecto, también importa decir algo que alguna vez hay que decirlo: los desaparecidos fueron tales porque no figuran ni como detenidos ni como ejecutados. Puede que en 1980 haya sido importante afirmar esta verdad, pero en 2023 todos sabemos que los desaparecidos probablemente están muertos, salvo que alguien crea que están prisioneros en alguna isla de altamar. Pues bien, la lista de muertos no supera los 8000, lo cual es una tragedia, aunque para la desmesura de las corporaciones de los derechos humanos esa cifra no satisfaga su épica de sangre o sus cargos rentados.