No se puede gobernar con un equipo sin experiencia política
Hasta comienzos de esta semana, ni el Presidente, ni la vice, ni la secretaria general de la Presidencia y figura medular del Gobierno, ni el jefe de Gabinete, la canciller, el ministro de Justicia ni la todopoderosa ministra de Capital Humano contaban con una experiencia de gestión relevante en el sector público. En la mayoría de los casos, tampoco tenían una rica experiencia política. Todo esto se modificó con la llegada de Guillermo Francos a la Jefatura de Gabinete de Ministros y, seguramente, se complementará cuando se formalice la designación de Federico Sturzenegger al frente de la cartera que tendrá la responsabilidad de avanzar en la agenda de desregulación y reformas estructurales. Se trata de dos funcionarios de muy distinto perfil, pero que acumularon horas de vuelo tanto en cargos legislativos como de gestión, incluido su paso como titulares de bancos públicos (Provincia y Ciudad, respectivamente). Asimismo, coincidieron a comienzos de siglo como laderos de Domingo Cavallo en su infructuoso esfuerzo por salvar el régimen de convertibilidad. El paso por la política tiene más sinsabores que éxitos y, si se trata de personas con capacidad de autocrítica y aprendizaje, es de los fracasos de los que más se aprende.
Francos logró destrabar la negociación en el Senado para alcanzar los consensos mínimos para obtener dictamen en la Ley Bases. Para eso, puso en valor el liderazgo natural del senador salteño Juan Carlos Romero, convertido en “el Pichetto” de la Cámara alta (que el rionegrino había dominado las primeras dos décadas de este siglo). Esto implicó el desplazamiento a un segundo plano de algunos integrantes del bloque de LLA y una mayor cuota de flexibilidad por parte del Gobierno para admitir lo obvio: la dispersión salarial en el país es enorme y el remozado impuesto a las ganancias debe contemplar la situación especial que impera en la Patagonia, en especial en los sectores energético y minero. ¿Esto no era evidente cuando Nicolás Posse estaba a cargo de las negociaciones? “A veces pasa como en el fútbol: los jugadores se confabulan para que cambie el técnico”, aclara sonriente un exsenador norteño. Conspiraciones, internas, chicanas, vendettas. La esencia de la “casta” expuesta con impunidad. Pero sería un error suponer que la remoción del gabinete eliminará lógicas de comportamiento características de cualquier entorno donde se dispute poder, incluidos el sector privado y las organizaciones de la sociedad civil.
En su idealización de la experiencia noventista, es muy probable que el Presidente se sienta cómodo con la tendencia a la delegación de responsabilidades que caracterizaba a Carlos Menem. El riojano contaba con un experimentado, versátil y comprometido núcleo de colaboradores que, con disímiles grados de lealtad, confianza y afinidad, cumplían los mandatos presidenciales con bastante suficiencia. No fue un recurso con el que contó de forma temprana ni automática. A Menem le costó bastante seleccionar sus gabinetes, que cambiaron con frecuencia durante sus más de diez años de gestión. Más aún, las internas (a menudo salvajes, como la famosa puja de facciones entre los “celestes” y los “rojos punzó”, o la que derivó en la salida de Domingo Cavallo del gobierno en el contexto del escándalo por las denuncias de corrupción que involucraron a Alfredo Yabrán), los conflictos personales y también de intereses fueron permanentes y hasta se convirtieron en uno de los atributos identitarios de ese controversial gobierno.
Nada que deba sorprender: las disputas de poder (por cuestiones electorales, burocráticas, ideológicas, territoriales y aun “de piel”) son inherentes a todos los gobiernos y también a los que están en el llano: la política es así. Las tensiones, a menudo profundas y poco edificantes, están instaladas en las prácticas y en los hábitos de la enorme mayoría de los actores políticos. Se puede decir que son un elemento normal y hasta necesario para los seres humanos, en el sentido de que facilitan la exposición de las diferencias y el eventual consenso o al menos tolerancia y respeto frente a determinados argumentos o cuestiones donde exista el disenso. En ecosistemas tan peculiares en términos de valores y ambiciones como los ámbitos políticos, se incrementan las posibilidades de discusiones o choques entre personas o facciones que terminan derivando en renuncias, rupturas, secesiones y desencuentros de largo alcance.
Hace ya más de 30 años, realizando una investigación comparada sobre “el papel de la cooperación intra e interpartidaria en contextos de democratización temprana” con foco en los poderes legislativos, me tocó entrevistar a un famoso senador peronista que, a medida que avanzaba el cuestionario, se mostraba cada vez más ofuscado. Intenté suavizar la situación aclarando que ya estábamos terminando el encuentro, a lo que, con escasa cortesía, me contestó: “No es eso, me parece que usted no entiende de qué se trata la política… ¿Usted estudia ciencia política? ¡No entiende nada!”. Notó que quedé mirándolo absorto y sin atinar a reaccionar, así que prosiguió: “Escúcheme bien: en política usted tiene que c…ar al que tiene al lado, sea o no de su partido, lo antes posible. ¿Sabe por qué? Porque si no, lo van a c…ar a usted primero”. Mis hipótesis sobre la cooperación, la formación de consenso y la creación de una cultura democrática quedaron agrietadas. No fue la única vez que sentí, luego de interactuar con actores reales e influyentes de la política, que los marcos conceptuales, los debates y los interrogantes que predominan en los ámbitos académicos tienen poco o nada que ver con el mundo real. En este sentido, vale la pena recordar el reportaje que en 1954 le hizo el gran Emilio Perina al famoso líder brasileño Getulio Vargas. Ante una pregunta sobre los aprendizajes luego de más de tres décadas en la arena pública, el dos veces presidente contestó: “Aprendí que en política ningún rival es tan antagonista como para no terminar siendo un amigo y que ningún camarada es lo suficientemente compañero para no finalizar siendo un adversario temible”. El pragmatismo extremo en estado puro, en boca del creador del Estado novo.
Desdramatizada la salida de Nicolás Posse, convertido en las últimas semanas en un obstáculo para la gestión de Milei, sobre todo por la brecha de confianza que el Presidente y su hermana manifestaban sin sordina, conviene reflexionar respecto del papel de la AFI en su debacle. Convertida en una suerte de “mancha venenosa” para el exjefe de Gabinete, la vana ilusión de controlarla y utilizar información sensible para ganar influencia dentro del Gobierno precipitó su salida. Se trata de un organismo demasiado importante y que ha sufrido en los últimos años una degradación tan profunda que, como ocurre con muchas otras áreas del Estado, requiere una reinvención casi total. En un contexto global cada vez más volátil, incierto, complejo y ambiguo, la Argentina no puede seguir careciendo de los diagnósticos y los planes adecuados a la altura de las amenazas de seguridad que enfrenta. Esto implica un esfuerzo adicional y no menor de actualización en materia legislativa. No queda espacio para la improvisación. El Presidente viajó a Silicon Valley con la ilusión de poner al país en el mapa de la revolución de la inteligencia artificial. Regresará con la misión de reconstruir la capacidad de inteligencia estratégica doméstica e internacional. Paradoja de un presidente supuestamente anarquista obligado a recrear y fortalecer la infraestructura estatal más elemental.