No resignarse a ser convidados de piedra en la democracia
Quien reviste la lucidez reviste la tristeza, es la cita de San Agustín con la que Ikram Antaki inicia su Manual del ciudadano contemporáneo, que releo por estos días y parece escrito para este tiempo, en el que estamos en la "indigencia del pensamiento". Antaki es una prolífica pensadora que nació en Siria, pero hizo su "experiencia de madurez" en México y veinte años atrás escribió aquel libro para ayudar a construir el sueño de la democracia, esa "hija de la madre República". Un texto que parece escrito para la Argentina de hoy, parada no tan solo sobre el marginalismo social, sino, también, sobre los "suburbios del pensamiento".
Si, como escribe la autora, la democracia es la mejor escuela para aprender el arte de la argumentación, entristece constatar la pobreza de nuestras explicaciones. "Es la política", se escucha por doquier, como si la mentira y la impostura fueran inherentes a la política y no su caricatura, en un país en el que la política nació muerta, asesinada por los cadáveres de la violencia política y el terrorismo de Estado. Tal como lo advirtió Hannah Arendt, cuando se gobierna sobre los cadáveres no existen las categorías políticas. Los argentinos recuperamos la rutina electoral, pero estamos lejos de haber rehabilitado la política sin que se interpreten como virtudes la astucia, los golpes de efecto, la sorpresa, la centralidad, palabras y acciones que por sí solas desnudan esa miseria del pensamiento. Nos avergüenza hablar de valores, solo mencionamos personas, sobreabundan los adjetivos, especialmente los que descalifican y degradan, escasean los sustantivos. Los hechos no importan. Las fábulas nos entretienen. El campo orégano del totalitarismo porque, como también señala Arendt, el sujeto ideal del reino totalitario es el hombre para quien la distinción entre realidad y ficción, entre lo verdadero y lo falso, no existe.
Como me habitué a ser descalificada por "principista" o "outsider" de la política, aprendí, también, que para enmendar el descrédito con el que carga la política no alcanza con la incorporación de personas con prestigio ganado en otras actividades si se mantiene la misma cultura de poder, sin que nadie se sonroje por decir hoy una cosa y mañana desdecirse con la opuesta. No alcanza con formular los problemas para resolverlos, menos aún, reducir su complejidad a la consigna electoral.
El pragmatismo es una virtud solo cuando sirve para dar respuestas innovadoras. creativas, a conflictos y problemas en los que está en juego el bien común, siempre bajo la guía de los principios básicos de la vida compartida. Dos de esos principios democráticos son la participación ciudadana y el derecho de las sociedades a ser informadas. En beneficio de la ciudadanía, los periodistas debiéramos indagar a los dirigentes que pretenden representarnos y evitar convertirnos en correveidiles de los despachos o "encuestodependientes". Al final, la ciudadanía es la que tiene las llaves. Hasta ahora, solo somos convidados de piedra a los que se nos ofrece el triste espectáculo de ver repetida la escena, ya no sentados en primera fila, sino como fisgones detrás del hueco de la cerradura.
Lejos de que los tiempos electorales se conviertan en el gran momento para una gran conversación colectiva en la que la centralidad pertenezca a los ciudadanos y los candidatos sean quienes deben dar respuestas, seguimos embrutecidos por una repetición de cifras que le dan la razón a quien sabía de números, Adam Smith: "En el espíritu comercial, las inteligencias se encogen, la elevación del espíritu se vuelve imposible, se desprecia la instrucción". Aceptar la economía de mercado no significa que debemos aceptar las técnicas del mercadeo para entender los comportamientos humanos. Así como suena absurdo imaginar que podemos inferir el dolor de una persona contando sus lágrimas, negamos nuestra condición de periodistas responsables cuando analizamos los comportamientos colectivos solo por el número de las encuestas y los decires que se desdicen.
A partir de situaciones reales como lo son la pobreza, la inflación o la pérdida del empleo, se montan discursos emocionales que cabalgan sobre la impotencia de una sociedad que igualmente repite resignada: "Este país es inviable", la más dolorosa confesión sobre nuestra falta de anhelos y de confianza en nosotros mismos. Tal vez sea la desesperanza que reviste la lucidez. Pero no podemos conformarnos con sobrevivir o creer que nos protegemos encerrándonos en nuestras vidas privadas. La participación política no se reduce ni al acto de votar ni a la pertenencia partidaria, sino a la responsabilidad que entraña la vida con los otros. Es cierto que la ideología democrática les otorga poder a los medios, que en estos tiempos de modificaciones tecnológicas deben distinguir entre la información como derecho y el espectáculo personal de las vidas privadas convertidas en atracción. La independencia del periodismo no es garantía de imparcialidad, ecuanimidad, responsabilidad, ni nos vacuna contra la pereza, los prejuicios o los equívocos. Pero en países como la Argentina, atravesados por el ocultamiento, la transparencia es un valor democrático que necesita de los buenos periodistas y los ciudadanos responsables, que en nuestro país abundan. Virtudes personales que tienen consecuencias públicas. En una democracia, la verdad no significa que se sepa todo, sino lo que establece la ley. "A diferencia del totalitarismo -nos dice Antaki-, la democracia se conforma con luchar por una modesta y acotada justicia humana que trata de interrumpir la venganza. Pero la justicia tiene reglas que si no se cumplen, se degrada y aquí está su compleja sabiduría: tiene los ojos vendados".
Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado