No precisamos más redentores, apenas gobernantes que gobiernen
A quienes todavía cultivamos con cierta nostalgia el valor de la seriedad en la política, nos ha dejado anonadados el declive vertical de lo que siempre se vio como el bastión mayor, el Partido Conservador de Gran Bretaña, fundado por Robert Peel, reformado por Benjamín Disraeli y liderado con relieves notables por Winston Churchill y Margaret Thatcher. Conservador sí, pero en serio. Las fiestas y extravagancias de Boris Johnson le pusieron una sorpresiva nota de frivolidad que terminó del peor modo, con una primera ministra que solo logró durar 49 días, marcando un record histórico de inestabilidad.
Otra mirada hacia las Islas nos muestra la universalidad del funeral de la reina Isabel II, celebrada por monárquicos y republicanos como símbolo de devoción a la institucionalidad del Estado, garantía de permanencia y estabilidad, expresión de la continuidad histórica de un complejo Reino que une esa diversidad que va desde Irlanda hasta Inglaterra, desde Escocia hasta Gales. La solemnidad del ceremonial conjugó el lujo de los uniformes clásicos con la sobriedad de cada acto. Un aura de dignidad envolvía el magno acontecimiento.
Es la vida institucional. En un caso, una abstracción simbólica de enorme fuerza, más allá de la política, una imagen de eternidad, desafiante de la finitud humana de los actores del poder. Su brillo contrastó con la liviandad de lo que hoy vivimos, no solo en Gran Bretaña, sino en una democracia occidental desafiada por los enemigos de la libertad tanto como por sus propias miserias.
La política misma está en cuestión. La deserción ciudadana, el desencanto popular, expresan recónditos resentimientos que abordó en clave histórica Marc Ferro, muerto el año pasado a los 96 años. La que ha resultado su última obra, La ceguera, rastrea el origen de esos sentimientos populares profundos, usualmente incubados en silencio hasta que de pronto afloran, sea con turbulencia (aun bajo monarquías como en la Revolución Francesa), o bien con ese progresivo declive de la moderación que adolecemos por estos días. “Desde que existen la televisión y el cine –dice– la desigualdad es visible para todos” y ello “crea rabia y habrá siempre furiosos que cometerán crímenes o revueltas”. “La identidad ha triunfado sobre la libertad” y de ahí explosiones religiosas como el terrorismo musulmán, nacionalismos rencorosos como el ruso o bien la irrupción de minorías étnicas que renuncian a integrarse para reivindicar su diferencia, tal cual ha ocurrido en Chile. Ese clima hace, incluso, que causas tan legítimas como el feminismo o la movilidad social cancelen el debate racional para expresarse en consignas o reivindicaciones alejadas de las necesidades de un mundo en competencia.
Vivimos más años, los vivimos mejor, pero los sistemas de pensiones crujen en el mundo ante la necesidad de reflejar esos cambios demográficos. Los más jóvenes sienten la inseguridad de un piso que se mueve debajo de sus pies: ningún empleo luce durable, su obsolescencia tecnológica se ha hecho vertiginosa. El Estado, que fue la respuesta en el momento de la pandemia, ya no lo es para este mundo al que le cuesta el retorno a la “normalidad”.
De toda esta mezcla de ciencia y emociones, emerge este tiempo político desorientado y confuso, en transición energética, inflación generalizada y, como si algo faltara, con la amenaza de guerra nuclear. Todo es tan paradójico que lo “políticamente correcto” ya no es la complacencia al “establishment”, sino, al contrario, la imposibilidad de sustraerse al impulso de minorías identitarias usualmente irreflexivas y particularmente agresivas.
La consecuencia es el debilitamiento de los “centros”. Las marginalidades afloran. Los movimientos antisistémicos medran. Los viejos partidos europeos se ven desbordados. En nuestra América Latina ni digamos.
La política ha pasado a ser, entonces, el gran problema. La Argentina, ¿carece de recursos humanos, ha perdido su enorme potencial? Todo lo contrario. Lo que necesita es diez años de tranquilidad, que los poderes funcionen, que el dólar no sea primera página todos los días, que los jueces no sean quienes resuelven los conflictos políticos. Sobra gente capaz, aun en la política, pero –aparentemente– la razón no paga.
La campaña brasileña deja un saldo triste. Personalismos, agravios, carencia de ideas y programas. Cuando más precisamos del monster country para que su peso actúe como un liderazgo estabilizador, no están Fernando Henrique Cardoso, Ulisses Guimaraes o José Sarney, de orígenes muy diferentes, pero expresiones ilustradas de un Brasil moderado, el país del “hombre cordial” que interpretó Sérgio Buarque de Holanda en su clásico “Raízes do Brasil”.
Pasado el tiempo de los grandes debates ideológicos, de la Guerra Fría y sus estertores guerrilleros y dictatoriales, hemos vivido, en las últimas décadas, el predominio del aluvión tecnológico y la visión de los economistas. O del gran comercio internacional, fruto privilegiado de esa globalización que construyó Occidente y aprovechó China. Todo parecía resolverse en esos terrenos: el sueño de Saint-Simon de un Estado científico. Hoy queda claro que, sin buena política, no hay economía que valga. Que la imprescindible generación de confianza nace de la altura, no solo de la cabeza del Estado, sino también de las conducciones partidarias, la calidad del periodismo, la responsabilidad empresarial y sindical.
John Carlin pedía días pasados “líderes aburridos”. Tiene sentido. Cuando más nos alejemos de la política heroica y retornemos a la vieja artesanía del Estado y los partidos, las sociedades podrán reconciliarse.
No precisamos más Mesías. Ni Redentores. Apenas gobernantes que gobiernen, opositores que actúen dentro del sistema y ciudadanos que ejerzan responsablemente sus derechos. No solo como contribuyentes enojados, creyentes iracundos o mendicantes de la dádiva prestos a seguir al demagogo de turno.