No me sorprende el antisemitismo
Los hallazgos que acaban de divulgarse sobre la pertinaz subsistencia de malolientes resabios de antisemitismo en la sociedad argentina, no me sorprenden mayormente. Reflejan una realidad que la investigación social solo ha patentizado.
De particular importancia es puntualizar que la larga vida de la peste judeófoba encontró su socio estratégico hace varios años en un sedicente "antisionismo" que disfraza el viejo prejuicio con el ropaje de la diferenciación de las políticas del Estado de Israel.
A nivel internacional, esto queda claramente reflejado en la retórica y acciones de la República Islámica de Irán, cuyo presidente Mahmoud Ahmadinejad reiteró días atrás en las Naciones Unidas su proverbial rosario de invectivas y odio en una catarata de estereotipos que singularizan a Israel y a los judíos del mundo como portadores del mal esencial.
En tal sentido, la decisión de la presidente Cristina Kirchner ordenando que, después de muchos años de alineamiento con la Unión Europea y los Estados Unidos, el delegado argentino ante la ONU se haya quedado en la Asamblea General escuchando la inyección de veneno antisemita por parte de Ahmadinejad, es un truculento precedente.
Escuchar impávidamente ese mensaje de odio y banalización del terrorismo contribuye muchísimo a que la Argentina siga exhibiendo un escenario de antisemitismo cotidiano tan enervante.
En lugar de entenderlo así, lamentablemente las entidades centrales de la comunidad judía argentina, DAIA y AMIA, fueron a Nueva York como integrantes de la misión oficial, y ni siquiera atinaron a condenar la ominosa decisión de avalar en silencio a Ahmadinejad.
Por eso, no me asombran los hallazgos de esta investigación.