No matarás
Georges Bernanos era francés, católico y conservador. Le tocó estar en Mallorca justo en el verano de 1936, cuando el alzamiento militar encabezado por Francisco Franco dio inicio a la guerra que ensangrentó España durante tres largos años.
Las simpatías de Bernanos estaban con los militares sublevados. Los tiempos de la Segunda República, con su euforia desatada, anticlericalismo feroz y eventuales episodios de violencia política le parecían escandalosos. Por eso saludó la llegada del movimiento que prometía ordenar de una vez por todas el país. Incluso su hijo Yves se había afiliado a la Falange, grupo de inspiración fascista que venía clamando por el golpe de Estado. Pero el entusiasmo del escritor francés duró poco.
Amigo de los sectores sociales que aplaudían el fin de la república (entre sus anfitriones se contaban los familiares del marqués de Zayas), dejó de compartir sus aplausos el día que le tocó presenciar lo que esos sectores entendían por "orden". Camiones y camiones cargados de campesinos sacados intempestivamente de sus casas por la noche o por las tardes, cuando aún les quedaban en las manos los restos de tierra que habían trabajado durante todo el día. Camiones y camiones que expulsaban su cargamento en algún descampado mallorquino, donde hombres y más hombres -en su gran mayoría campesinos iletrados y de tenue compromiso político- eran fusilados sin juicio ni mayor acusación que haber vivado alguna vez a la república. Matanzas masivas y "preventivas" que repugnaron al tradicionalista Bernanos justamente en aquello que consideraba el núcleo de la tradición occidental: los principios éticos sobre los que ésta decía asentarse.
Bernanos se quedó solo. Ninguno de sus amigos españoles, tan católicos y conservadores como él, manifestó la más mínima condena a lo que estaba sucediendo. Bernanos se quedó doblemente solo: prácticamente ningún representante de la iglesia en la que él siempre creyó se mostró escandalizado por lo que estaba ocurriendo. Solo y sumergido en un profundo sentimiento de repulsión, escribió Los grandes cementerios bajo la luna, una de las más duras y tempranas denuncias contra la represión franquista, escrita por alguien que nada tenía que ver con la izquierda que, en otras regiones de España, preparaba barricadas y alistaba fusiles contra los sublevados.
Por esos mismos años, y en las antípodas ideológicas de Bernanos, una joven intelectual francesa atravesó una vivencia similar. Simone Weil, brillante pensadora admirada por Albert Camus y Simone de Beauvoir, sintió el imperativo moral de participar en la guerra de España y marchó rumbo a Barcelona a ofrecer sus servicios a aquellos con cuyas posturas políticas más se identificaba: los anarquistas. Weil vistió el austero traje de miliciana, aprendió a manejar un fusil que nunca pudo disparar contra nadie y compartió la vida en los batallones liderados por el anarquista Buenaventura Durruti. Pero algo empezó a andar realmente mal.
Weil escuchaba a sus camaradas contar, entre carcajadas y sin asomo de duda, el asesinato de algún sacerdote, el fusilamiento de tal o cual supuesto "burgués". Aquellos con quienes compartía el fervoroso deseo de construir un mundo de iguales le revelaban "una atmósfera impregnada de sangre" que, sencillamente, no podía tolerar.
Dos meses duró la experiencia española de Weil. A poco de regresar a Francia, descubrió Los grandes cementerios bajo la luna, que ya había sido publicado. Y la joven revolucionaria que había conocido a Trotsky, que había trabajado durante un tiempo en una fábrica para conocer "la marca del esclavo" y que estaba dispuesta no sólo a pensarlo todo de nuevo, sino también a ofrendar su propia vida si se trataba de construir una nueva humanidad, le escribió una larga carta al pensador conservador que seguía aferrado a sus convicciones católicas. Porque ella, tanto como el autor de Los grandes cementerios?, había visto una amenaza que iba mucho más allá de la dicotomía izquierda/derecha: el infierno que sobreviene cuando alguien, por las razones que sea, decreta que el valor de la vida del otro es nulo.
Hace exactamente una semana, un desquiciado tiroteo se cobró la vida de un hombre en pleno microcentro. Y allí quedó, un montoncito de carne palpitante al que nadie se acercaba porque andá a saber quién era. El huevo de la serpiente, ese que tan bien vieron Weil y Bernanos justo cuando en Europa todo comenzaba a desmadrarse, no es patrimonio exclusivo de la guerra. Y obliga a estar alerta.