¿No les da vergüenza?
La señora de los monólogos irrumpe en una de sus perpetuas cadenas nacionales y resulta que el motivo de la nueva convocatoria es el de siempre, el de batir el tachín-tachín de la propaganda oficial, una especie de encíclica profana a la que ahora, de sopetón, incorporó conmovedor apoyo al binomio de candidatos presidenciales de su partido.
Desde luego, estos actos de frenesí sectorial los paga la ciudadanía en su conjunto (o sea, kirchneristas y vendepatrias, todos y todas), con dineros, cotillón y aviones del Estado. Véase esto como la palmaria ratificación de que la jerarquía gobernante actúa con impunidad garantizada y como si su sentido de la vergüenza fuera escaso.
Sabido es que la señora monologuista se vale a destajo de ese privilegio. La tarea de extraditar de su paisaje la ofensiva estatua de Colón está siendo económicamente resarcida con fondos públicos, con plata de impuestos y gabelas que la AFIP aprendió a embolsar y que pagamos kirchneristas y vendepatrias, todos y todas.
Lo malo es que esos costos, los de la remoción y traslado de los restos descuartizados de la estatua, no resultaron consecuencia de una necesidad urbana, sino de la necesidad de satisfacer el caprichito veleidoso de una sola persona, acaso respaldada por su falange de adulones.
Nada arredra a nuestra primera disertante, ni siquiera la aceptación, vía declaración jurada, de que comparte negocios de los rubros inmobiliario, turístico y hotelero con el ejercicio de la función que desempeña. Un ligero detalle parecería aconsejar que, por elementales razones de ética ciudadana, toda ocupación gubernamental debería merecer dedicación exclusiva, full time, a efectos de que ese trabajo y el enriquecimiento personal no lucieran tan afines, tan calzoncillo y camiseta.
Desde luego, no es característica del actual oficialismo que su personal jerárquico prescinda de emprender negocios, incluidos los espurios. Sin ir más lejos, ahí tienen al segundo alto magistrado, que sufre escarnio judicial por haberse enredado en feos asuntos de bolsillo y billetera. Con todo, vale reconocerle que tampoco a él nada lo arredra, que nada le impide ventilar su bonita estampa de galán rockero y compartir el júbilo que expresan sus correligionarios en mítines que pagamos todos y todas.
La desvergüenza tiene sus ventajas: si uno atina a poner cara de cemento y padece de miopía moral, ese demérito pasa a constituir una virtud, ya que acredita solvencia para manejar las riendas del poder. Uno, verbigracia, puede decir que la pobreza es irrisoria y que más vale ignorarla porque estigmatiza, a sabiendas de que la desvergüenza se evapora en un santiamén en tanto reine un clima Indec, de mentiras torrenciales.
Uno puede ordenar la cadena nacional y desgañitarse profiriendo fábulas -sea para negar que ostentemos la tercera peor inflación del mundo, sea para hacer creer que la economía anda sobre rieles y que aquí no hay cepo-, a sabiendas de que el discurso falaz sólo enoja a quienes rinden tributo a la verdad y todavía son capaces de sentir vergüenza ajena.
Uno (mejor dicho, una) puede proclamarse autoridad suprema de 40 millones de argentinos y a los dos minutos distorsionar la cifra y hablar de ellos y nosotros, de los patriotas genuinos y de la oligarquía destituyente, cómplice de la pérfida corporación mediática y de tanto buitre depredador que sobrevuela la Casa Rosada, el Banco Central y quizás algún chalecito de El Calafate.
La abrumadora cantinela del ellos y nosotros abastece un propósito, al que prestan adorno unos cuantos pensadores de morondanga: se trata de instrumentar dicotomías, de maquinar rencores, de creer que el ejercicio de la política presupone la existencia de enemigos antes que de adversarios.
Lo que tiene de propicio el habitual monólogo encadenado es que brinda inspiración a los exégetas de la política confrontativa. ¿De qué otra manera puede entenderse que haya una Justicia legítima, como no sea reconociendo que también hay una Justicia ilegítima? ¿Cómo explicar que funcione un periodismo militante? ¿Acaso la práctica de este oficio demanda algún enrolamiento dogmático?
Y, en fin, ¿cómo llamar Televisión Pública a un canal que pagamos todos y todas, pero que rinde pleitesía exclusiva al oficialismo y que jamás concedería espacios a un 6,7,8 del Pro, de la UCR o del Partido Obrero?
A contar desde la frecuente divulgación de datos amañados que suelta nuestra primera monologuista, y también a contar desde la desembozada utilización de recursos soberanos con fines proselitistas, dos simples preguntas parecen quedar flotando: ¿no les da vergüenza promover tanto engaño? ¿En serio creen que los argentinos son mayoritariamente estúpidos?.