No legitimar el derecho a la agresión
Los sucesos de los últimos días sirven para poner al desnudo, de modo patético y descarnado, algo que estaba gestándose desde lustros atrás en la Argentina. Es el añadido, a una legítima libertad de expresión, de una deplorable "libertad" de agresión.
Tal operativo ideológico parte de un supuesto genuino: el derecho a manifestarse, que implica una libertad preferida, hasta estratégica, necesaria para el régimen democrático. Sin tal libertad de expresión, la participación política, el pluralismo, el diálogo, el debate de ideas, el derecho a formarse el propio juicio y la confrontación de opiniones se tornan inviables y la democracia se coagula. El derecho a expresarse libremente aparece así como un derecho incuestionablemente "sistémico".
Pero la libertad de expresión es pervertida cuando se le suma, por un acto de prestidigitación ideológica y como un ingrediente presuntamente natural de aquella, la libertad de agresión. Si eso pasa, el derecho se convierte en "contraderecho": un derecho intrínsecamente lesivo y dañoso para los demás.
La libertad de expresión, convertida ahora en un ariete para herir al que piensa distinto o incluso a un tercero ajeno al conflicto, asume distintas variables. El caso del piquete es ilustrativo. So pretexto de "expresarse", el piquete asume como derecho propio el contraderecho de cortar la calle que elija, cuando quiera, y así impedir, como objetivo inmediato, de modo explícito e intencional, el paso de los demás. Ello incluye, como valor agregado, el contraderecho a destruir el vehículo y de moler a palos al conductor que intente desobedecer el piquete. En sus versiones extremas, lamentablemente no ficticias, el piquete ha impedido que una ambulancia circule con un moribundo que necesita atención médica inmediata.
Con el relato de una irrestricta, absoluta e incondicionada (también, desnaturalizada) libertad de expresión, hemos visto últimamente el ataque programado y brutal de grupos de "manifestantes" a bienes del dominio público o privado, fuerzas de seguridad, periodistas, algún legislador y gente común. Para muchos, la condición de "manifestante" es un carnet que habilita para hacer cualquier cosa. Ni que decir si, además, el sujeto en cuestión es "militante", galardón que lo convierte en un manifestante premium. En tal hipótesis, al derecho a agredir se le suma el derecho a la impunidad: no puede ni debe ser castigado por sus desmanes.
Todo se inserta, claro está, en el empleo de las vías de hecho como recurso efectivo para practicar un derecho. Si tengo un derecho, se alega, tengo al mismo tiempo la facultad de ejercerlo por mí mismo, a mi discreción y contra el Estado o contra cualquiera. Derecho y violencia se conjugan y complementan, sobre la base de tal argumentación, inescindiblemente.
El asunto es harto preocupante, máxime cuando -no podía faltar- cierto sector de nuestro variopinto paisaje político pretende dar, increíblemente, una apoyatura jurídica, con barniz de constitucionalidad, a la conjunción violencia-derecho, y transformar ciertos derechos constitucionales en agresivos contraderechos. Para ello, naturalmente, es necesario corromper, triturar y desmontar varias de las cláusulas de la Constitución para, en su lugar, construir un nuevo mensaje pseudoconstitucionalista acorde con la fórmula que comentamos. No faltan, por cierto, entusiastas "juristas" dispuestos para tal tarea, avezados artífices del caos y excelentes dibujantes de sofisticadas caricaturas constitucionales.
Constitucionalista. Profesor en la UBA y la UCA